De pobreza y pociones mágicas del pasado
Hace un par de meses, el presidente de Estado Unidos se lanzó con una estupidez extrema, sugirió consumir algún detergente, de alguna manera, para matar el virus de la Covid -19 que, se nos ha dicho, muere en nuestras manos si nos las lavamos con harto jabón.
Las críticas no se hicieron esperar, algunas empresas productoras de detergentes en EEUU, publicaron advertencias, para que a nadie se le ocurriera consumir oralmente sus productos, y desde los más distintos rincones del mundo, se escucharon las burlas contra el bobo del Presi-dente gringo, e inclusive contra EEUU, ese país que para muchos europeos, no tiene cultura, y se merece ese presidente, porque su población es muy ignorante.
Es curioso, que de uno de los centros de la ciencia, y del país grande que mejor ha manejado la pandemia –me refiero por supuesto Alemania–, haya salido el pajpacu mayor de las últimas semanas. Aunque debemos aclarar que ni él, ni quienes lo siguen, tienen el menor chance en la política germana. Angela Merkel, es la antípoda de Trump, y viene del mundo científico, que simplemente no admite a aventureros como el tal Krackler, el gurú del dióxido de cloro.
Ese producto que tanta bulla está haciendo, es, lo dicen los que lo promocionan, conocido desde principios del siglo XIX, debe ser ingerido en cantidades mínimas, unas cuantas gotitas en un litro, o en medio litro de agua, y dicen es bueno para todo… (lo cual puede ser considerado también como que es bueno para nada).
En Bolivia estamos teniendo una ola de consumo, y de aprovisionamiento del dicho producto, en parte por la labor de las redes, pero también porque algunos profesionales de la salud con un cierto predicamento lo están promocionando, y porque unos cuantos municipios lo están incluyendo como un medicamente útil para frenar la pandemia.
El famoso dióxido de cloro, es evidentemente así de antiguo, y ha sido y es utilizado como detergente, tanto en ambientes médicos, como en la conversión de aguas, para volverlas potables Y sí, hay una tradición de larga data de curanderos que lo promocionan para combatir las más distintas enfermedades, hay testimonios de personas que declaran que ese producto les ha curado, o les ha mejorado la vida. Pero el asunto es solo eso: testimonios. No existe ningún estudio científico que explique las bondades del producto, y recordemos que los testimonios son siempre subjetivos.
Es interesante constatar que, en países como Italia y España, o el Reino Unido, y menos en Alemania, el famoso elíxir no tenga la menor importancia, y que aquí su popularidad esté en auge. Eso tiene que ver lastimosamente con nuestra pobreza, la cual nos mantiene –en parte– en ignorancia, que nos lleva a ser menos críticos con la información que recibimos, y con el hecho de que, ante la carencia real de un buen sistema de atención médica, más vale encender velas, creer en milagros, y en pócimas que sanan de todo.
La pandemia nos está enfrentando con nuestras miserias, la popularidad del dióxido de cloro es, si se quiere, un síntoma más de nuestra realidad, de nuestra pobreza material y de espíritu.
Dicho esto, no condeno ni critico a quienes estando con los síntomas de la terrible enfermedad, lo tomen; ante la total indefensión en la que nos encontramos los bolivianos, cualquier remedio, real o ficticio, puede ser consumido, esa es parte de nuestra realidad, una realidad anclada posiblemente en ciertos aspectos de los tiempos en que se empezó a usar el dióxido de cloro, a principios del siglo XIX.
Bolivia no solo vive la realidad bipolar de una pequeña formalidad y una gran informalidad, de un Estado pequeño que no llega, a veces a pocas cuadras de la plaza Murillo, Bolivia se mueve también en dos o más tiempos históricos, todos vivimos en el pasado respecto a los países ricos, pero algunos vivimos en un pasado mucho más remoto.
El autor es operador de turismo
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ