Los rituales de la amistad
Los amigos, al ser escogidos, les damos una valoración distintiva. Ciertamente, los amigos provenientes de un amplio universo genérico son importantes.
Recuerdo mis amigas de la escuela, eran amistades livianas, sin premuras. Jugábamos a ser mujeres un día sin pensar en su significancia. Quizás olvidábamos, o mejor no lo sabíamos, que la inocencia y la despreocupación diáfana de la infancia son benditas y únicas.
Luego, las amistades del colegio en la adolescencia, donde éramos conscientes de los roles de género, la clase a la que pertenecíamos y la importancia de las conquistas liberales para la educación de las jóvenes.
Como bien decía Emily Dickinson: “un poco de locura en primavera, es saludable hasta para un rey”. A veces, tomábamos posiciones sobre los temas sociales gracias a los profesores que insistían en enseñarnos la realidad social del país y del continente. Sin embargo, la cercanía con la problemática de América Latina era sólo de puntillas. Luego regresábamos al mundo protegido de la familia y el entorno.
La educación universitaria fue otra cosa, un despertar a los clamores y vicisitudes de un continente obsesionado con la esperanza y plagado de infortunios. Había que conjurar las desventuras y tomar posiciones políticas. Mi madre, que era mi mejor amiga, escuchaba impertérrita mis interminables devaneos sobre el cambio que requerían nuestros países. Fue un tiempo de urgencias para América Latina y también de definiciones.
También el compromiso político me distanció de mis amigas de infancia. Los años pasaron y con la madurez a cuestas, veo que los tiempos propios y las decisiones de vida marcan un antes y un después en términos de amistad.
Mi amiga Tere, con la que somos amigas desde que tengo memoria, me recuerda el imperativo de escribir sobre la amistad. Ambas somos distintas. Ella es extrovertida y generosa, juguetona y con un sentido de vivir muy propio. En mi caso, a veces me abrumo por cuestiones innecesarias y creo firmemente en la importancia del deber cumplido. Quizás parte del sentido hedonista de la vida me lo he perdido. En fin, cuando nos vemos hablamos de forma interminable, retomamos la amistad de tantas décadas y nos reímos de tantas complicidades compartidas. Esas son las amistades auténticas, las cristalinas.
Hay amigas y amigos de vida, incuestionables, leales y próximos. Hay amigos con los que se comparte cuitas y revelaciones que cambian la existencia, y hay amigos para compartir momentos bucólicos en una noche estrellada con un buen tinto y una sonrisa.
Hoy apuesto por todos ellos, cada uno me es vital. Por reunirme con mis amigos de diferentes geografías en lugares impensados y sentir que la amistad moviliza el sentido de la existencia, más allá de las divergencias de pensamiento u opinión. Y sigo apostando a la amistad como fuerza perdurable en tiempos de zozobra y falta de lucidez. Mi amiga Lolita me recordaba hace poco, no sin humor, que la amistad tiene un toque mágico que hace la vida más llevadera y es cierto. Me ha hecho constatar el hecho de construir amistades que resistan los cambios de estaciones y las contingencias de cada quién. Como política personal, evito discutir con mis amigos sobre temas que puedan distanciarnos. Tengo amigos que mantienen sus posiciones políticas de antaño con ligeras variantes. Los escucho en silencio y los observo afable ya sin la intensidad de la rebeldía de la juventud.
A ratos, obsesionada por el tiempo y el futuro, olvido que la amistad es un don preciado y revelado sólo a aquellos iniciados. Y claro, como todos los sentimientos que se cultivan y se aquilatan en el alma, requieren una amalgama de cuidados y responsabilidad afectiva. No puede ser menos. Siguiendo a Dickinson, que sigamos sintiendo las estrellas sobre la cabeza y el mar sobre mis pies y los amigos cerca.
Columnas de NELLY BALDA CABELLO