La revolución constitucional de Chile
LONDRES – Una revolución cualquiera derriba el orden político existente. Una exitosa construye un orden nuevo y mejor. Revoluciones ha habido muchas en América Latina, pero pocas han tenido éxito. ¿Puede Chile romper esta antigua dinámica?
Si el estándar es simplemente deshacerse de lo antiguo, entonces la elección de la Convención Constituyente realizada hace poco en Chile resultó ser revolucionaria. Al votar por los 155 integrantes del organismo encargado de redactar una nueva constitución –consecuencia de un acuerdo político para poner fin a los disturbios que sacudieron al país en 2019– los chilenos asignaron al establishment político actual un papel vergonzosamente reducido.
La coalición conservadora que apoya al presidente Sebastián Piñera esperaba obtener un tercio de los escaños, lo que le habría permitido bloquear cambios constitucionales profundos, pero escasamente logró un cuarto. Los partidos de centroizquierda que gobernaron durante 24 de los últimos 30 años sufrieron un shock aún más fuerte y controlarán solo uno de cada seis escaños en la Convención, menos que la nueva alianza entre el Partido Comunista y otros de la extrema izquierda, y menos que la Lista del Pueblo, un conjunto variopinto de grupos izquierdistas que surgió de las protestas de 2019. Los candidatos independientes –ambientalistas, feministas, líderes locales, partidarios de la descentralización– fueron los grandes ganadores de la jornada.
Los resultados denotan un claro giro hacia la izquierda, pero la narrativa preferida de la prensa internacional –que esta fue una revuelta electoral contra el llamado modelo económico neoliberal de Chile– es demasiado simplista. Entre quienes no obtuvieron un escaño en la Convención se encuentran la militante del Partido Comunista que encabeza la confederación sindical más grande del país, el expresidente del Colegio de Profesores de Chile y el líder de un movimiento de gran popularidad que busca deshacerse del sistema privado de pensiones. Los tres encarnan la oposición a todo lo que huela a economía de mercado.
La elección fue acerca del conflicto entre la izquierda y la derecha. Pero también (y con mayor intensidad) se trató de lo joven contra lo viejo, de lo novedoso contra lo anticuado y de lo autónomo contra lo institucional. Los votantes rechazaron no solo a las elites política y empresarial, sino también a todas las otras elites tradicionales: académica, sindical, mediática, y de las ONG.
La buena noticia es que la convención se asemeja al país. La mitad de sus miembros son mujeres, y los pueblos indígenas constituyen un bloque importante. Como era de esperar, tiene muchos abogados. Pero también incluye profesores, comerciantes, veterinarios, dentistas, un mecánico, un buzo, un ajedrecista profesional –y un solo economista–. La clase política tradicional en Chile, repleta de hijos de políticos educados en colegios privados, no luce así. Si las instituciones políticas chilenas sufrían de un déficit de legitimidad, la nueva Constitución redactada por una convención como la recién elegida debería cerrar de modo inapelable aquella brecha.
La mala noticia es que los 155 constituyentes tendrán que dejar de lado todo lo que representan si han de hacer su trabajo bien. Una generación criada en el seno de la política directamente participativa –ya sea a través de Twitter, en recintos universitarios o en las calles– ahora debe construir una democracia representativa. Unidos en su desconfianza en los partidos políticos, los constituyentes han de elaborar reglas del juego que permitan que los partidos prosperen. Embriagados con el elixir de la certeza moral absoluta, esos mismos constituyentes ahora tienen que crear instituciones que permitan negociar, pactar y también transar.
Lo que está en juego en la Convención es nada menos que la naturaleza de la democracia. Los latinoamericanos ya llevamos 200 años ensayando la democracia, aunque con más fracasos que éxitos. La chilena es la más antigua y una de las democracias más estables de la región, pero incluso aquí, décadas de tranquilidad se han visto interrumpidas por guerras civiles, erupciones de violencia, y los 17 años de la feroz dictadura de Augusto Pinochet. Muchos chilenos creen que la democracia que se ha reconstruido en las tres décadas desde que Pinochet perdió un plebiscito y debió abandonar el poder, es excesivamente centralizada e indiferente frente a las demandas de la ciudadanía.
La Convención Constituyente es la oportunidad de rectificar estas fallas. Pero construir un sistema político mejor requiere comprender de manera clara las deficiencias del anterior.
En los regímenes presidenciales prevalentes en América Latina, los votantes eligen directamente al presidente, quien gobierna durante un periodo fijo y puede influir sobre la agenda legislativa. Por lo tanto, en teoría tiene fuertes poderes. De aquí la consigna, ampliamente repetida en Chile y otros países, acerca de terminar con el “hiperpresidencialismo”. Pero la teoría es muy diferente de la práctica. Los sistemas electorales proporcionales producen parlamentos fragmentados en los que rara vez el presidente tiene mayoría, por lo tanto, desde el inicio de su mandato es incapaz de lograr que se aprueben sus proyectos de ley o de cumplir las promesas que hizo durante su campaña.
Más aún, los partidos en sí son débiles. Esto se debe a que los parlamentarios se eligen bajo un sistema de “lista abierta” que impide que los líderes de los partidos recompensen a los miembros leales colocándolos en la parte superior de una “lista cerrada” –lo usual en las democracias europeas– donde tendrían una alta probabilidad de ser elegidos. Y las primarias para elegir candidatos, aunque muy positivas para la rendición de cuentas y la democracia interna de los partidos, son terribles para su cohesión. Un militante recién inscrito, con ideas exóticas o carente de ellas, pero experto en manipular los medios de comunicación (tipo Donald Trump) fácilmente puede superar al esforzado activista que lleva 25 años construyendo el partido desde las bases.
Los políticos progresistas de los antiguos partidos y los independientes e izquierdistas que hoy intentan desplazarlos, tienen una cosa en común: su respuesta a la pregunta por qué entraron a la política. Todos dicen que se sienten orgullosos de participar en una labor colectiva cuyo fin es proteger el interés público– contrastando implícitamente su postura con el individualismo que se supone fomentan el capitalismo y los mercados.
La verdad es precisamente la opuesta. En Chile suele describirse a los parlamentarios como pymes unipersonales, dispuestos a mudar de postura, cambiar de alianza y apoyar esta política o la otra siempre y cuando les rinda cierto lucro político –ya sea mayor popularidad en los sondeos o 15 minutos de fama en las redes sociales–. Los partidos y movimientos nuevos suelen dividirse en facciones y grupos disidentes al día siguiente de nacer. Los activistas anticapitalistas (aunque no solo ellos) han traído a la política algunos de los peores hábitos de la cultura capitalista que dicen deplorar.
Todo esto debe cambiar si la revolución constitucional en Chile ha de triunfar y si el país ha de marcar el rumbo de las otras democracias latinoamericanas. El sueño adolescente de la democracia directa debe ceder paso a la deslucida realidad adulta de la democracia representativa. Los independientes tienen que estar dispuestos a construir instituciones que permitan a los partidos ejercer poder real y que den origen a gobiernos lo suficientemente fuertes como para poder gobernar. Las frases grandilocuentes acerca de la importancia de los proyectos colectivos deben traducirse en un estilo de hacer política con altura de miras, enfocado no solo en la próxima elección, sino también en la próxima generación ¿Puede suceder? Quizás. Pero hoy por hoy nadie está en condiciones de garantizarlo.
El autor es exministro de Finanzas de Chile.© Project Syndicate y Los Tiempos 1995-2021 y decano de la Escuela de Políticas Públicas de la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres.
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