Minoría
Cada vez que veo un manchón de fuego hiriendo el Parque Tunari. O que me llega una imagen de animales calcinados en los incendios de la Chiquitanía, el Chaco o la Amazonía.
Cuando me entero sobre empecinamientos gubernamentales en mamotretos de cemento que sacrificarán árboles o en tranvías que apuntan contra el agonizante ecosistema del río Rocha. Cuando peligran los hermosos bosques de algarrobos de Tiataco y de Capinota.
Cada que escucho que una carretera, estadio o mina son más importantes para el “desarrollo” que un área protegida o área verde. Cada que huelo una laguna o un río plagados de basura. Cuando me remonto a los cerros y ya no hallo ni viento, ni hierbas, ni helechos, ni luciérnagas, ni golondrinas y me topo, en su lugar, con escombros calcinantes y grises edificaciones.
Cuando constato que las Acciones Populares las ganan las petroleras, los agroindustriales transgénicos, el consumo fatuo de los Juegos Suramericanos y los que pierden sistemáticamente son los indígenas de Tariquía, los agricultores humildes, los bomberos extenuados o los “cuatro gatos”, “hippies”, “abraza árboles”.
Cuando leí los programas de gobierno de los partidos. Cuando me percaté de que ningún partido fue claro y vehemente contra el extractivismo, el desarrollismo y el militarismo y, al contrario, o se percibía un discurso frontal a su favor o se vislumbraba una cómplice cautela.
Cuando recordé los delitos ambientales del actual régimen. Y los delitos que vulneran derechos humanos fundamentales. Y los delitos de corrupción y de malos manejos en la gestión pública. Y cuando evoqué los delitos del anterior gobierno. Y los delitos de los anteriores, de los anteriores, de los anteriores, de los anteriores, de los anteriores gobiernos, sin que acabe el conteo de insomne pesadilla.
Cada que los cohetes de guerra aturden el silencio y el canto de las aves. Cada que dicen muy sonrientes que su escuela fueron los cuarteles. Cuando procuraron proscribir al otro, al distinto, al diverso, cada vez que masacraron al adversario político o cada que expulsaron a ciudadanos/as del espacio público. Cada que proclamaron “guerra civil”. Cada que entonan rezos de amargo odio reclamando por una dictadura militar nada más y nada menos que en la puerta de los recintos en los que se torturaba gente en los 70, recintos que tal vez conservan los ecos de alaridos de inocentes perros destripados como “entrenamiento”.
Cada vez que alguna mujer es asesinada, violada, golpeada, humillada o sometida. Por el marido, por manadas de asesinos de corbata, por autoridades violadoras de humildes trabajadoras. Cada que se injuria a una funcionaria pública por su vida sexual, por la forma de su cuerpo o las pilchas que se coloca. Cada que los bandos guerristas “insultan” al rival político tildándolo de “mujercita” o “mariquita” o cada vez que visten de chola a alguien para denigrarlo. Cada que hubo impunidad para asesinos, abusivos y violadores y cada vez que se apuntó el dedo contra mujeres para culparlas, simplemente, por existir, sobrevivir o redimirse.
Cada una de esas veces me sentí como parte de una minoría, solitaria, desolada, abandonada e impotente, y a sabiendas de que no sirven de mucho los resultados electorales, cualesquiera que hayan sido.
No obstante, ojo. Ojo porque aun así me quedo con esta imperfecta democracia de instituciones débiles y corruptibles, de populismos de estadio y de debates vacíos. Me quedo con ella porque me permite escribir estas líneas y porque todavía podré salir a surcar las calles para encontrar mi escueto árbol y, quién sabe, luchar por él sin que me cueste la vida.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA