Confesiones sobre el alboroto de Trump
Soy una ciudadana de Bolivia y de EEUU. Soy la hija de los movimientos sociales de los que participé durante más 60 años en el país norteño. Desde la edad de siete mi madre me incluyó en sus actividades en el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, y nunca miré atrás. He vivido los años, desde la década de 1950, luchando por nuestros esfuerzos por justicia, oportunidades iguales, paz y la naturaleza; en otras palabras: contra mi gobierno.
Cuando, al comienzo de este siglo, se levantaron los masivos movimientos de la ultraderecha alrededor del mundo, desde Europa y las Filipinas hasta EEUU y América Latina, de repente subió la necesidad de proteger la democracia. Llámenme ingenua, pero crecí con esta forma de gobernar y la asumí como un valor de hormigón armado. Pero critiqué la insistencia de la conexión entre democracia y capitalismo olvidando lo que el padre fundador del país más progresivo, Thomas Jefferson, advirtió hace casi 250 años: que siempre es necesario luchar por los derechos de la gente, pues siempre están amenazados.
¡Qué sorpresa cuando Donald Trump ganó la elección a la presidencia de EEUU, en 2016! Lloré como una patriota, todo el día. Claro, no estaba a favor de la neoliberal Hilary Clinton. Mi luto fue por la pérdida de la dignidad y diplomacia en el arte de gobernar, que aprendí a asociar con los líderes del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Era evidente que Trump era como un personaje de dibujos animados, un narcisista manifestando emociones sin razón ni control. Desde su primer día en la Casa Blanca, empezó a demoler todos las conquistas que logramos con nuestros movimientos: todas las leyes para proteger el medio ambiente, proteger los derechos de las mujeres, de las personas de color, trabajadores, gays, lesbianas y transexuales, limitar la producción de armas nucleares, regular las actividades depredadoras de las corporaciones, etc. Confieso que esas leyes tan progresistas me parecieron como versiones diluidas que nunca tocaron la raíz del problema. Las rupturas impuestas por Trump me convencieron de que había llegado el momento de luchar por una democracia que no era perfecta.
Aprendí de las pandillas de partidarios de Trump en Washington la mañana del 6 de enero. Ellos, como en un gran teatro, actuaron enmedio del alboroto del caos emocional y la sed de venganza de su líder. La mayoría eran hombres racistas enojados por la pérdida de la posición de EEUU como “Número uno” del mundo. Por supuesto, para mí esa misma “pérdida” fue un paso en la dirección de un mundo major, con relaciones igualitarias entre las gentes.
No quiero que usted, estimado lectora/lector, piense que lloro cada día, pero otra vez…
Supongo que la ira de los revoltosos viene de raíces más profundas no solo por elhecho de que EEUU sea el Número 1 o el Número 90. La alienación que conocemos hoy en día, la parálisis, las suicidios, los asesinatos de mujeres, la corrupción, la desviación de los anhelos de identidad, comunidad y el vivir entregado a diversiones tecnológicas han crecido al unísono.
Somos las hijas y los hijos de una historia construida por guerras e imperios, por clases y exclusiones, robos y competencias de armas, justificaciones ridículas y el gran logro: la fundación de sociedades masivas a expensas de las culturas de la Tierra. Hoy este proceso ha alcanzado su cumbre con la sociedad/economía/“cultura” global.
Estoy llorando por el país donde nací. Además, estoy llorando por todos nosotros en este mundo. Un ejercicio ilustrativo es mirar las noticias en la televisión sin el sonido. Concéntrese en lo que están sintiendo y haciendo los humanos en todas partes del mundo: en el Congo y en Francia, en Santiago de Chile y en Washington D.C.
Eso puede iluminar nuestra condición humana.
La autora es psicóloga y escritora, chellisglendinning.org
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