Identidades, ojalá no asesinas
Ella, con el cabello de rizos desordenados y ahora cultivando las canas, como hebras de plata sobre la crin negra de un purasangre. Ella que ama Rusia y habla fluidamente su idioma. Ella que conoce de muchas identidades, ella me presentó a Amin Maalouf. Uno de esos escritores que piensan y escriben hermoso, por igual. De esos seres de los que uno sólo aprende. Su libro Identidades asesinas no podría ser más acertado para la realidad boliviana.
Él cuenta que, invariablemente, en las entrevistas se le pregunta si se siente más libanés o más francés. “Lo que me hace ser yo mismo y no otro es que estoy a caballo entre dos países, entre dos o tres lenguas, entre varias tradiciones culturales. Ésa es mi identidad...”, dice.
Caminando yo por las calles de La Paz, mientras llevaba comida a mi madre, un señor me dice: “Vete extranjera, colonizadora: éste no es tu país”. Mi cédula dice boliviana. Mi partida de nacimiento, también. Mi sentir… también. Pero mi identidad como boliviana es cuestionada sólo por mi fenotipo más moro que andino. Y entonces esta sensación de no encajar, a los ojos de otros, en el estereotipo boliviano, debiera, pienso en palabras de Maalouf, ser también parte de mi identidad.
Y si añadiéramos que esa identidad no puede ser reconocible institucionalmente, la cosa es un poco peor. En el papel oficial que dota de identidades a las personas, es decir el censo, mi identidad es irreconocible de manera oficial. Seré en adelante sólo el número de un carnet, pero mi identidad como boliviana siempre estará cuestionada en la calle y desde la papeleta censal que me impide elegir una casilla más ajustada a la elección “ninguno”.
Pero eso es sólo la identidad étnica, me dirán. Entonces pregunto: ¿no es acaso parte de lo que conforma la identidad nacional el autorreconocimiento étnico? Con todo lo que eso conlleva: costumbres, sistema de valores, ritos y mitos, etc. ¿No será que en esa mezcla soy más boliviana, más de acá mismo, de las calles por donde camino, de las plazas donde mis padres me llevaban a jugar y yo a mis propios hijos? ¿No será que en esa mezcla está justamente la identidad que nos hace compatriotas al señor que me halla extranjera y a mí?
Y si, además, me identificara yo como una chica trans, tendría dos veces negada mi identidad, porque en mi cédula de -redundemos- identidad, no existe la posibilidad de reflejar mi género. Tendría, en suma, una identidad “ninguneada”.( Ojalá que las calles de mi casa se hallen registradas en el catastro o, al menos en google maps, o pasaré a ser oficialmente invisible).
Pareciera que en Bolivia la mezcla es entendida como un “no lugar”. Como vivir en un aeropuerto, como el personaje de Tom Hanks. Un país en el que se invisibilizan las identidades complejas. Y al hacerlo se crean las bases para buscar y proclamar las identidades asesinas de las que habla Maalouf. Negar la riqueza de nuestra mixtura identitaria nos abre a peligrosos destinos.
“Se debería animar a todo ser humano a que asumiera su propia diversidad, a que entendiera su identidad como la suma de sus diversas pertenencias en vez de confundirla con una sola, erigida en pertenencia suprema y en instrumento de guerra. Especialmente en el caso de todas las personas cuya cultura de origen no coincide con la cultura de la sociedad, y habría que hacer lo posible para que nadie se sintiera excluido de la civilización común que está naciendo, para que todos pudieran hallar en ella su identidad”. Frase del autor que cito, sólo para cerrar y seguir pensando.
Columnas de MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ B.