Ángeles y demonios de Perú polarizado
A Castillo no le salió como a Evo. Quería ser llevado a México y cuidado y mimado como a una víctima de la derecha. Pero a él nadie le mandó un avión, ni dinero, ni amigos para consolarlo. Terminó, sin juicio aún, en prisión, de manera preventiva. Cosa que podría alargarse por 18 meses.
Es que fue muy obvio. Torpe, es la palabra. Que si hubiera aprendido algo de Evo y su talento para el arte de la maniobra, estaría desayunando tortilla y huevos rancheros. El cambio sería para él, pero no para su país.
Narrativa mejor armada o no, el Perú profundo aún ve a Castillo como el hombre de las reivindicaciones identitarias y las acusaciones de corrupción ninguna mella le hacen a su imagen entre sus militantes.
Al sur del Perú, las profecías apocalípticas post Castillo deben ser de la talla de “la luna y el sol se esconderán”. Con más o menos poesía, el miedo inculcado es el de perder algo que estaba a punto de ser logrado y que “ahora sí” nunca más se conseguirá. Sin Castillo, la oligarquía de Lima se hará de nuevo del país y listo, todo se acabará. Esta sensación de urgencia no es ingenua. Viene desde los mitos constructores del pasado y el futuro. Las creencias profundas, columnas de sostén de cómo se ven las cosas y establecen aquello que está bien y mal. Por eso son tan sentidas. Exacerbadas y usadas con una buena narrativa, alentadas e impulsadas, llegan a las calles con consignas y armas de incendio. Y la respuesta siempre es desde el poder. Lo que hace que el enojo se extienda.
El análisis es difícil porque la polarización hace del pensamiento una masa rígida sin puntos medios. Una derecha pintada como diablo en la pared, enfrentada a una izquierda dibujada de esperanzas y una dosis gigante de ingenuidad. El cielo y el infierno. Y los señores detrás de cada una. Los ricos, oligarcas y “pitucos” limeños tras la derecha y jóvenes soñadores, hombres, mujeres, trans, gays, indígenas, cholos, mestizos, blancos, todos con la vida en la punta de los dedos y abrazados en los ideales izquierdistas.
Y la gente que no se halla en los extremos debe sentir como estar en un inmenso purgatorio de caretas y posturas simuladas y un apego a ideas de piedra, poco discutibles, pensables y, por lo tanto, queribles.
Caricaturas de líderes que se colocan rápidamente en una u otra franja. Así nos pasó en Bolivia. La realidad nos mostraba un líder que irrespetaba el voto popular, que hacía fraude, al que, inexplicablemente, se abrazaba y acogía en otros países como a víctima de una gran conspiración y una injusticia histórica. Y ¿reclamarle por sus actos? Nada de nada.
A la presidenta, Dina Boluarte, llegada a la silla en legítima sucesión constitucional, se la asemeja a Jeanine Áñez. Para los de un extremo, tan golpista como la segunda, y, para los del otro, tan legítima ante un intento golpista. Otra presidenta atrapada entre dos realidades hechas de piedra. Todo es producto del racismo (que existe y es real, pero no es el culpable de todos los males) o todo lo es del comunismo conspirativo mundial (creado en las películas yanquis de hace 60 años).
La polarización es honda, y no sólo en el Perú, y así se la quiere para crear situaciones irresolubles. Los “castillistas” no cesarán hasta conseguir una Asamblea Constituyente imposible con una presidencia de transición. Y en cambio se ofrece elecciones anticipadas que generan grandes sospechas por ser convocadas por una mandataria supuestamente vendida a las brasas de la oligarquía. Y ya llevan enterrando muertos por esta lucha de narrativas mitológicas.
Y, de seguro, se alcanzará una pacificación que llevará a nuevas elecciones. Pero en la lucha de la narrativa polarizada, ésta será sólo una tregua hasta la próxima.
Columnas de MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ B.