Biblioteca familiar
Hay una maravillosa biblioteca en casa de mis padres, con algo más de dos mil libros ordenados según la nacionalidad del autor. Entre ellos, tenemos ejemplares valiosos dedicados por Vargas Llosa, Ernesto Cardenal, Bryce Echenique, Mitre, Shimose, Terán Cabero, Luis Antezana J., entre numerosos otros, una edición de El Quijote de principios de 1900 y un imponente volumen editado por el presidente Bautista Saavedra en el primer centenario de Bolivia. Hay más joyas.
Nuestra biblioteca está dispuesta en un fresco semisótano, de cara a un jardín que mira a la ciudad. Las paredes están cubiertas de carteles de cine, fotografías de Chaplin, Borges y Cortázar y dibujos de Remy Daza, Ronald Martínez y Mauricio Sánchez. El espacio está ocupado por el escritorio de mi papá, tres baúles de mimbre que contienen periódicos con artículos suyos y míos, notas de prensa sobre su obra literaria, álbumes de fotos familiares, revistas de Mafalda, Inodoro Pereyra y El Gráfico, y, sobre una alfombra colorida, un futbolín donde, desde hace más de 25 años, el Wilstermann del Oso García y el Boca Juniors de Maradona libran feroces contiendas.
Como no somos compradores compulsivos, sino más bien mesurados y selectivos, nuestra biblioteca tiene una escala familiar proporcional al tiempo que le dedicamos a la lectura, que es bastante. Por eso siempre me llamó la atención que el exvicepresidente hiciera alarde de su biblioteca de 10.000 libros. Si uno lee un libro a la semana —lo cual es demasiado, hay escritos que tienen mil páginas—, sin enfermedad que lo retrase ni novia que lo distraiga, desde los 15 hasta los 80 años habría leído alrededor de 3.400 libros. Incluso si duplicamos la cifra recurriendo al scanning u otra técnica de lectura veloz que usan los tarambanas que anteponen la cantidad sobre la calidad, aún seguimos distantes de la cantidad de libros que afirma haber leído aquel excéntrico personaje.
La biblioteca familiar es fuente de conocimiento. Todo lo que predicamos tiene allí su fundamento. No es posible tener una opinión de peso si no leemos libros o si le damos un mal uso a los pocos que tenemos: como cuña para nivelar las patas de una mesa, como platillo para una taza de hirviente café o para golpear en la cabeza a un hijo desobediente. Por cierto, tampoco es posible dárnoslas de cultos si los libros que leemos están escritos por especuladores de la astrología, conferencistas motivacionales o coaches vende-humo, cuyo pobrísimo contenido no hace más que propagar la banalidad y el esnobismo.
Es triste: casi nadie da a los libros la importancia y el espacio que merecen. En una cuadra de casas gemelas, el semisótano de los vecinos de mis padres alberga, por lo general, un portentoso bar equipado por una televisión enorme, karaoke, dardos y playstation. En nuestra sociedad escasean los lectores y abundan los coleccionistas de llaveros, estampillas y poleras de equipos de fútbol. Los más platudos coleccionan autos de lujo que averían en sus paseos triunfantes por las accidentadas calles cochabambinas.
Además de los conocidos botarates, me vienen a la mente unos caricaturescos hermanos de fisonomía octogonal ocasionada por el exceso de pesas, que visten gorras y buzos brillosos y coloridos y se filman manejando lujosos autos deportivos, ostentando una fortuna originada de la misma manera fortuita que la de los Beverly Ricos. Sin embargo, todos tienen el derecho de malgastar su vida o “matar el tiempo” de la forma que deseen.
La lectura es una manera extraordinaria de ejercitar la inteligencia y la sensibilidad. De gozar viajando en tiempo y espacio. Si dejamos de lado el celular y leemos, podemos caminar por Madrid en el Siglo de Oro, pasear por el barrio parisino de Montmartre en les années folles o acompañar a Sherlock Holmes en sus pesquisas en Londres. Es posible oler la pólvora y escuchar los desgarradores gritos en Waterloo, Guernica y en el Chaco; estar en Algeciras, bajo el mar, montados en maiales junto a los intrépidos buzos italianos que plantaban bombas en los barcos ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, o en el despacho de Trotsky en el instante en que un agente ruso, pero español el hombre, le clava un piolet en el cráneo.
Nunca es tarde para replantear nuestra administración del tiempo y equilibrar la lucha por generar economía —muchas veces sin ética ni estética— con la construcción lenta y feliz de una biblioteca familiar para que nuestros hijos no sólo hereden un patrimonio material —que bien podrían perder en una noche desenfrenada de casino—, sino también una cultura vasta que les permita comprender mejor la vida. Quizás también la muerte.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE