“Fuertes” Una apología de la guerra travestida de cine
Jessica Sanjinés
Ciudadana plurinacional
A quién diablos puede importarle el cine boliviano cuando este país se está incendiando. Presente. Qué clase de desubicada pierde tiempo viendo películas bolivianas que a nadie le importan. Hola. Qué engendro insensible y alienado puede destinarle tiempo a escribir de algo tan fatuo como un filme nacional en lugar de postear en redes gritos indignados de fraude o de defensa de la democracia. Sigo por aquí.
Ya sé, ya sé. Es muy probable que esté “pateando oxígeno” cuando la “peli” de la que escribo ya ni esté en cartelera o, si está, se exhibe en cines cerrados por el paro indefinido. Puede que, a estas alturas, ya ni existan cines en este fin de mundo, habiendo sido convertidos en trincheras para defender el voto, tras el estallido de la guerra a la que nos quieren llevar unos y otros. Peor aún: quién sabe si la página web de este periódico ha sido tomada por los mismos “informáticos” que manejaron la TREP y decidieron suspender su puesta en línea, así que está sólo disponible para quienes aún cultivan la vieja costumbre de comprar periódicos impresos y los leen en cosas (papel, les llamaban los antiguos) que no son celulares. Y llegando a un extremo pesimista: por ahí Bolivia ya no existe, ha sido secuestrada por el papa Chi (o si prefieren, “papachín”), que ha rebautizado al país como Gilead, la ha declarado una nación libre de población LGTBI y ha empezado una “cacería de brujas” contra mujeres que, como yo, están prohibidas de escribir y leer.
Si nada de esto ha pasado o ha pasado sólo a medias, sigamos. Hace una semana y poco más se estrenó comercialmente “Fuertes”, largometraje boliviano codirigido por Oscar Salazar y Franco Traverso, cuyos nombres no me suenan. Su película se viene vendiendo desde hace unos años como una ficción que mezcla guerra y fútbol, dos cosas que suelen provocarme arcadas cuando se me atragantan por separado y que, juntas, sólo podrían indisponerme hasta la deshidratación letal. La excusa para juntarlas ha sido un episodio de nuestra historia conocido como “Cañada Strongest”, una batalla de la Guerra del Chaco en la que pelearon futbolistas, dirigentes e hinchas de ese equipo de fútbol boliviano contra soldados paraguayos. Y en teoría, ganaron los bolivianos, a diferencia de la guerra.
El relato tiene dos partes: la primera cuenta la historia de un joven futbolista que llega a jugar en el The Strongest o el “cuadro gauldinegro”, el “equipo de sus amores” (no se rían, que para escribir esto he debido leer y tratar de entender ejemplos de periodismo deportivo que sólo me han indispuesto más), al tiempo que consuma su amor con su novia de toda la vida; y la segunda lleva a nuestro protagonista de las verdes canchas de fútbol a los agrestes parajes del Chaco, donde ha marchado voluntariamente, junto a sus compañeros de equipo, para “defender la Patria”. Las peripecias del muchacho “tigre” las narra en off el mismo “anciano sabio” que narraba las peripecias de “Vuelve Sebastiana” (1953), al que los productores de la película debieron resucitar gracias a un viaje hacia el pasado que les facilitaron sus colegas de “Anomalía”. Bueno, quizá no sea el mismo, pero su voz es tan parecida, en su didactismo esquemático y romántico, al del docudrama de Jorge Ruiz, que da hasta para creer en milagros inverosímiles como el viaje al pasado o la solidaridad entre cineastas bolivianos.
Seamos justas: como película bélica, “Fuertes” es de lo mejorcito que se ha hecho en el país, sobre todo si la comparamos con esperpentos aficionados como “Boquerón” o “Avaroa”. Al menos su acabado técnico es más profesional y su recreación histórica más creíble. Mención aparte merecen sus secuencias de partidos, que quizá mi ignorancia en la materia me ha llevado a valorar incluso más que sus escenas de batallas. Las actuaciones son irregulares, como su reparto, que alterna actores de oficio con debutantes o estrellas de la tele. Y la historia que cuenta, aun para alguien que, como yo, aborrece épicas deportivas y bélicas, guarda algún interés. Su problema no es la historia que narra, sino lo que hace con ella: una versión cinematográfica de las láminas escolares que aún piden en colegios y venden en librerías para recordar, con una pompa desabrida, determinados hechos de nuestra historia que cabe recordar y recortar para pegar en cuadernos, repetir sus datos hasta el cansancio, usarlos como chanchullo a la hora de dar examen y luego olvidarlos hasta la próxima tarea.
A ese didactismo machacón se le suma un romanticismo cándido y simplón que hace que el filme sea, a ratos, insufrible. Y por romanticismo entiendo no sólo la historia de amor entre el futbolista-soldado y la novia-hincha, sino toda su versión idealizada de nuestro pasado y de los valores que de este pretende rescatar, como el coraje y el amor a la patria, que ensalza sin un asomo de sensatez y con una partitura edulcorada a más no poder.
Lo que queda es un ejercicio audiovisual de didactismo y romanticismo aplicado con gran despliegue de producción y presupuesto a una ficción histórica en la que las buenas intenciones intentan suplir a las ideas. Un ejercicio, para mí, trasnochado en su apología de “dar la vida por Patria”, que, sin embargo, podría tener algún eco entre los belicosos post 20 de octubre que, de uno y otro lado, se arman para defender con violencia sus particulares versiones de Bolivia.