Evo Morales: desorbitando los valores de la identidad cultural
Identidad cultural es la reunión de distintivos propios de una sociedad que, a través de manifestaciones complejas y variadas, permiten a sus individuos identificarse como miembros de ese colectivo. Simultáneamente, también está presente la diferenciación de otros grupos culturales que, sin duda, forman parte de un todo. La identidad cultural debe servir para cohesionar, incluir y corresponsabilizar. No excluye, ni define posiciones sociales. Integra, abraza a los individuos y propicia un sentido de pertenencia, de arraigo hacia esencias fundamentales: igualdad, equivalencia, respeto.
La identidad cultural está ligada a diversos aspectos de una sociedad. Desde su lengua, sus creencias, sus tradiciones, costumbres y un sistema de valores que serán los hilos conductores de la pervivencia armónica, ética, moral y apego a lo legal de ese universo social.
La identidad cultural no es un concepto estático, es dinámico. Está sujeta a una constante evolución y a una correlación de nuevas realidades históricas que, sin duda, dinamizan su naturaleza y la hacen más diversa.
Nuestra identidad contempla una diversidad que nos hace particulares, mas no excepcionales.
Siguiendo la línea de identidad cultural, en Bolivia, la dualidad es un elemento unificador. Semejante al eterno retorno de lo idéntico. Lo cíclico se convierte en una ley. ¡Todo fue! ¡Todo es idéntico! ¡Todo vuelve a suceder! Esta es una sentencia que, como una espada de Damocles pende de las vigas del tiempo y del espacio. Tiempo y espacio son, desde una unidad vigorosa, un taypi inescrutable que pervive, en armonía cíclica, en esa que se va construyendo a base de encuentros y desencuentros.
Esta circularidad en el tiempo y el espacio que también es un taypi andino, es sabia y cíclica. Los aymaras más contemporáneos traducen esa dualidad de tiempo y espacio como algo más que una conjunción. ¡Es el cosmos!
Existe un pasado, un presente y un futuro. El nayra pacha, el jichha pacha y el jutiri pacha o qhipa pacha. Entre estas tres temporalidades están nuestros actos, lo que el hombre hace, dice y vuelve a hacer. Y lo que se hizo, se dijo y se volverá a hacer, tendrá consecuencias graves en ese devenir del eterno retorno.
Los principales articuladores que promueven un bienestar social en esa circularidad son la ética y la moral. Mandatos supremos que están sujetos a una educación aprendida, a una sabiduría que se corresponde con el ayni, ésta, interpretada como un conjunto de acciones, pensamientos y sentimientos. La reciprocidad del ayni es de ida y de vuelta: dar y recibir, decir y escuchar, respetar y ser respetado. A todo esto precede una condición insoslayable, la ética como mediadora y determinante entre la armonía y el caos.
Hoy, más que nunca, es necesario reivindicar esos mandatos. Los de ahora se confunden en medio del autoritarismo, la deslealtad y el irrespeto. Se ha producido una ruptura de valores éticos y morales. Ese ayni recíproco ha sido condenado al servilismo. Los 13 años de gobierno de Morales han servido para desgastar paulatinamente todo comportamiento ético, moral y de convivencia.
Este régimen no solo ha logrado imponer su voluntad suprema como único recurso, sino también ha institucionalizado la banalización de los valores fundamentales de una sociedad. Ha masificado la corrupción como forma natural de convivencia y la ha convertido en “moneda” diaria de transacción. Ha quebrado por completo los cimientos de la ética como piedra fundamental de la justicia, la democracia y la equidad.
El mandato evista del no pasa nada y “yo le meto nomás”, se ha constituido en regla de oro. “El no es para tanto’. “No exageren”. “Todo está bien”. Son frases que de una forma subyacente incitan al delito, a la transgresión, a seguir metiendo mano sin reparo, a continuar delinquiendo sin pena ni preocupación, con la seguridad de que alguien del Gobierno saldrá a justificar e interpretar esas fechorías. ¿Quién dijo delito? ¡Pamplinas! ¡Aquí no pasa nada! Todo está maravillosamente bien. “No exageren”.
En la era del masismo, la mentira se ha democratizado, punza como “filo de maguey”. Ha tenido que aprender a coexistir con la verdad, y pretende vencer.
Es vivificada por una ética mínima e “indolora”, es lenta, maligna y recorre la integridad como un torrente que contamina. Quizás, a fuerza de tantas mentiras creadas y difundidas por esta coyuntura, nos estemos aproximando al estado ideal de los indecentes, hacer que sus discursos y sus acciones, por fin, consigan deshacerse del fantasma de la verdad. Pero el hombre, como ese personaje del fabulista francés, Jean de La Fontaine, es “hielo para la verdad y fuego para la mentira”.
Cuando un presidente pierde credibilidad, apoyo, respeto, ética y transparencia, la democracia no le sirve para seguir gobernando, porque sencillamente estaría fuera en un santiamén. Entonces es necesario imponer la fuerza y los deseos del mandamás, activar sus mecanismos represores, control social e imponer sus leyes para amordazar e intimidar a su pueblo.
Si pierdo en democracia, debo ganar de facto imponiendo mi caprichosa voluntad, diría un dictador en ciernes.
Evo Morales subvierte el pensamiento lógico y racional, desintegra la institucionalidad democrática. Desordena los procedimientos y los acomoda a su autoridad. Esa figura presidencialista condena al peligro latente de entronización. Y así será, eso está sellado y sacramentado en los mandamientos del MAS que fueron trabajados sistemáticamente desde que Evo asumió la presidencia y refrendados constantemente por ese su “pueblo” y sus elites de poder que convierten lo ilícito en lícito.
Evo Morales ha transgredido los principios elementales de la comunidad, ha dado la espalda a quienes creyeron en su palabra, en esa que no se rubrica, sino se cree, porque se supone que se está frente al igual. Ha perdido todo respeto por el otro, por el que disiente, por el que trata de tener un carácter autónomo, una identidad y una personalidad. La circularidad en comunidad es vigorosa, contempla el pasado, presente y futuro. Todo lo que se haya hecho deviene en un futuro, en una consecuencia ineludible.
Si la identidad cultural está ligada a un sistema de valores, tras 13 años de evomasismo corrupto y sin moral, hemos ingresado a un desgaste sistemático de la convivencia regida por normas y ética, donde el afán de banalizar la impostura y el delito ha convertido a buena parte de nuestra sociedad en un modo de vida, de ser gobernados y de convivir con su semejante. Esto, sin duda, desorbita por completo la validez de la justicia, de la reciprocidad y el respeto. Se replica con fuerza en ese individuo que agrede constantemente, que mete mano, que comete feminicidio, que amenaza con envenenar al oponente, que se corrompe, que delinque, y que está dispuesto a todo por que sabe que su desfachatez tiene un blindaje oficial que socapa e interpreta como una anécdota. Pero tranquilos, todo está bien, “no es para tanto”. Al final como dice el mandamás, no pasa de ser una simple e inofensiva “broma”.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.