Me quedo con las cucarachas
Alberto Gutiérrez fue un diplomático boliviano, para algunos tristemente célebre al ser el representante de nuestro país que firmó el Tratado de 1904 que establecía la “paz y amistad” entre Bolivia y Chile, ratificando la cesión perpetua del que fuera el Litoral boliviano. Empero, Gutiérrez también fue un eximio historiador. Su obra sobre la Guerra del Pacífico es reveladora no solamente porque es una muestra de riqueza documental que devela los pormenores de la guerra, sino por forjar una autocrítica que procura descubrir las propias responsabilidades de Bolivia para que ocurriera el amargo desenlace del que resultó la mediterraneidad del país.
Un fragmento de su libro La guerra del 1879 reflexiona sobre el régimen de Mariano Melgarejo, dictador famoso por sus excesos, despotismo y por su irresponsable manejo del Estado. Se preguntaba por qué, a pesar de la caída de Melgarejo, el gobierno que lo depuso, encabezado por Agustín Morales, al final terminó ejerciendo prácticas similares a las que había abolido con tanto estruendo. Por qué se repetía el abuso de poder más allá de las diferencias políticas, ideológicas y hasta particulares de los distintos gobernantes. Respondiendo a estas inquietudes, concluyó:
“Hay otro factor que crea esas contradicciones que el historiador se encuentra en el deber de investigar en sus verdaderos orígenes. Es la educación de los políticos en Bolivia, la tendencia a la adulación y el servilismo, la predisposición enfermiza que forma bandas voluntarias de sicarios y esbirros. La lisonja palaciega que malea y pervierte los mejores caracteres, hizo también su presa en la índole irascible de Morales”.
Este pasaje me hizo pensar en lo cíclica que es nuestra historia, con esa tendencia de los bolivianos a replicarla cual un mandato ineludible del inconsciente colectivo, al punto de que una reflexión contextualizada en el siglo XIX, vaya como anillo al dedo para describir el acaecer reciente.
Cualquiera que conozca un poquito las entrañas de la organización gubernamental del país tiene muy en claro que lo público sigue descansando en mal planificadas estructuras nepotistas, clientelistas y de compadrazgos encabezadas por caudillos de mayor o menor grado que, aprovechando sus cinco minutos de poder, se creen “reyezuelos”, confirmando tal pretensión una masa de seguidores adulones e hipócritas que ya sea por ambición o sobrevivencia no parecen tener otra función que lamerle las botas al /la jerarca de turno.
Con esos antecedentes, me pregunto si es cierto que el poder cambia a las personas, doblegando los “mejores caracteres”, como decía Gutiérrez, infestando incluso los ámbitos académicos, sindicales y privados al punto de retocar “a lo boliviano” el melancólico verso de Gabriela Mistral cuando cantaba “todas queríamos ser reinas”, a “todos habíamos querido ser reyes”, así los abusivos/as lleven faldas, polleras, ojotas, botas o corbata.
Hoy, en plena pandemia que asola sembrando muerte e incertidumbre, terrible es constatar que ni en semejante coyuntura la “clase política” y sus zalameros esbirros, son capaces de conmoverse. Al tiempo que unos utilizan la desgracia ajena para sacar rédito en el marco de la mezquina pugna de poder de siempre, sólo faltaba que estallen casos de corrupción con respiradores, ¡insumos que sirven para que la gente no se muera!
Es decir, como nunca, se torna vigente aquella sabia moraleja: “Mientras más conozco a las personas, más quiero a mi perro”. Y extiéndase a babosas, sanguijuelas, cucarachas o cualquier otro bicho “repugnante” que se arrastre. De lejos, me quedo con ellos.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA