Reminiscencias de un sueño septembrino
Érase una vez un pueblo que se encontraba en un valle a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar. El lugar tenía un ecosistema privilegiado, ideal para que un sin fin de árboles reinara en el entorno y tal era la belleza de los gigantes vivientes, que los habitantes del pueblo se rindieron a su cuidado y protección, intuyendo que la bonanza del suelo fértil, algo tendría que ver con la vegetación.
Con los años, el pueblo creció y se convirtió en una ciudad. Sin embargo, ello no significó que los árboles mermaran, al contrario, a medida que la mancha urbana prosperó, la infraestructura citadina se estableció respetando a los árboles. De esa forma, hasta los barrios, calles y avenidas se denominaron según la especie arbórea.
Magnífica era la avenida “Los Jacarandás”, arteria principal de la ciudad, bordeada de jacarandás morados y blancos que florecían cada primavera y que, al despegar sus flores, dejaban en las aceras una alfombra que asemejaba a un espejismo. El sonido de abejas y otros insectos que pululaban entre los retoños, contribuía a un espectáculo con gamas psicodélicas.
Al sur de la ciudad, resaltaba la avenida “Los Ceibos”, una ancha alameda que daba la bienvenida a los viajeros que llegaban del aeropuerto. Enormes ceibos circundaban el paseo y casi siempre se encontraban atestados de picaflores y mariposas que se disputaban lo dulce y lo rojo de sus brotes.
La algarabía de una infinidad de aves era más notoria entre las calles “Los Paltos”, “Las Taras” y “Los Molles”, donde pájaros de todos los matices alegraban con sus trinos. Era frecuente atisbar zorzales, tordos, cardenales, naranjeros y jilgueros.
Entre muchas otras plazas de la ciudad, sobresalían las dos más grandes y antiguas. La primera se denominó “Plazuela de los Loros”, por la cantidad de estos seres alados que la habitaban y que tenían como hogar colosales palmeras, además de alimentarse de los frutos de cuatro enormes pacayes que otorgaban sombra a los banquillos centrales.
Por otro lado, era soberbia la Plaza Principal que concentraba por lo menos un ejemplar de todos los tipos de árboles, predominando millares de gorriones que, al caer la tarde, con su bullanguero canturreo se imponían ante cualquier sonido. No era de extrañar, que la plaza se llamara “Los Gorriones”.
Siendo los árboles mágicos artífices que permiten el milagro de la lluvia, la ciudad estaba colmada de lagunas y pozas naturales, que, con el avance del “progreso”, no desparecieron, sino se transformaron en parques. En verano, familias enteras gozaban de sus aguas y todos los días, se podían observar parejas de enamorados al cobijo de sauces. Así, como broche de oro, al ser tanta la devoción de los pobladores por la magnificencia de sus espejos de agua, la ciudad decidió homenajearlos con su nombre. Fue bautizada como “Kocha Pampa” que significa “pampa de lagunas”.