Ella de 36 él de 25
A propósito del ataque “redero” al esposo de una reconocida modelo boliviana con meritoria trayectoria televisiva desde su niñez, recordé la nota publicada hace unos meses en un periódico de circulación nacional. Su titular me impactó, me pareció invasivo e irrespetuoso. Sostengo que la opinión acerca de la vida privada de los demás es siempre un exceso, un disfrute insano de quien la profiere, comparte o reproduce; es un linchamiento simbólico.
Se trataba de la boda de otra presentadora de televisión con un agrónomo, pareja con suficientes atributos para la farándula: profesionales, emprendedores, guapos, exitosos, etc. Pero debía encontrarse el pelo en la sopa. El chismoso se aplaza si no aprovecha la diferencia de edad para hacer escarnio de la pareja con burlas y adjetivos.
Pero ¿por qué incomoda tanto que ella sea mayor que su pareja?
La búsqueda de información me llevó a un interesante abordaje psicológico que explica, desde la cronofilia, la relación entre los rangos de edad y la atracción sexual. Encontré que la transición de la niñez a la juventud ocurre generalmente un par de años más temprano en ellas que en ellos; siendo comprensible que un quinceañero se sienta intimidado por una jovencita de su misma edad y prefiera otra menor que él.
Es claro que este proceso ocurre y concluye en la adolescencia, y aunque pasada esa etapa el argumento pierde validez objetiva, el convencionalismo patriarcal le otorga vigencia indefinida y con ésta, la licencia exclusivamente masculina para desear y tener parejas más jóvenes y hasta mucho más jóvenes. Entonces, el argumento pasa a ser netamente sociocultural.
Veamos. Los matrimonios de los presidentes de EEUU y Francia, ambos con más de dos décadas de diferencia con sus parejas, causan distinta reacción. Los Trump no llaman la atención; él es mayor. Los Macrón son blanco de críticas; ella es mayor.
A diario se reafirma implícita o explícitamente un privilegio de género que aunque parezca inocuo, tiene innumerables y nocivas connotaciones porque asocia la juventud a la belleza del cuerpo de la mujer, como cualidad reservada para el disfrute y posesión por parte del hombre, nunca a la inversa. Lo patético de este prejuicio, es la condescendencia con la que se tolera a los “rabos verdes” que llaman “vieja” a su coetánea y codician sin sonrojarse, a las coetáneas de sus hijos y nietos. Los Percys, Jerjes, Evos y Alvaros viven naturalizados en nuestros hogares.
Pero hay más. Algunas sociedades del viejo mundo como la República de Yemen, llevan a extremos este privilegio sexista justificando en su religión y tradiciones culturales, diversas prácticas que vulneran los derechos humanos. Un ejemplo de esta afirmación es el denominado matrimonio infantil que otorga al hombre adulto la prerrogativa civil de desposar a niñas desde sus ocho años de edad y hasta menores, condenándolas de por vida a la violación y opresión legalizadas.
No son pocas las niñas yemeníes cuyos cuerpecitos desgarrados, no resisten el ultraje y mueren a consecuencia de la noche de bodas, víctimas de un inimaginable dolor físico y emocional causado por su esposo, un hombre que puede ser hasta sesenta años mayor que ellas.
Se calla frente a tamañas injusticias, pero se da rienda suelta a la mezquina indignación frente a la decisión legítima, de dos personas adultas, libres y al parecer felices, que deciden unirse en pareja, porque ¡horror! ¡ella es once años mayor!
La autora es politóloga y docente universitaria
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