La nación de los indios chiquitos
En 1972, y entre octubre y noviembre realicé mi primer descubrimiento de asombro en el territorio chiquitano, en San Ignacio de Velasco y en la Comunidad Sañonama. Durante dos semanas del mes de noviembre de 1972, un grupo de alumnos de Muyurina, cumpliendo el trabajo voluntario que inculcaban con tanto esmero los salesianos, estuvimos en la comunidad en la que construimos su escuelita. En ese entonces, conocí al arquitecto Hans Roth que realizaba su primer trabajo en esos lugares.
En febrero de 1976, bajo la orientación periodística de Jorge Orías Herrera, director del semanario “Alborada” de la cooperativa La Merced, me vi alentado para escribir una aproximación a la obra gigantesca de las Misiones. De la lectura de bibliografía básica enriquecida con sendos diálogos con Alcides Parejas en La Paz, y con el sembrador del amor por Chiquitos, Plácido Molina Barbery, logré un primer producto. Crecí escuchando hablar a Molina Barbery de sus aventuras en el territorio y el orgullo apesadumbrado que tuvo al retratar la vida de lo que quedaba en las misiones durante la década de los 40, gracias a una cámara que le obsequiara su amigo Rafael Gumucio; en esa oportunidad, me abrió sus recuerdos en largas horas de charla, y el archivo original de sus fotografías, que sirvieron para engalanar la publicación. Simultáneamente a la preocupación histórica, Jorge había recogido la investigación de dos jóvenes arquitectos que trabajaron las misiones desde el ámbito urbano, Aquino Ibáñez y Virgilio Suárez Salas.
Con Marco Antonio Peredo, Claudia y Tomy Porch, alemanes estos últimos, en agosto de 1988 realicé un nuevo viaje por las Misiones. Volví, después de 16 años a Sañonama, llegando el 12 de agosto. El 11 era la fiesta comunal de las 500 personas que la poblaban, y el entusiasmo y la alegría persistían con la tamborita que tocaba melodías que ellos reservan sólo para sus fiestas. Respondiendo el ritual de tomar chicha especial de cántaro y colada tres veces, que nos ofrecieran el alcalde mayor y los dos sub alcaldes, fuimos invitados por las chiquitanas a bailar con el ritmo intimista y larguísimo de la chovena “Torito negro”. El músico en estas comunidades tiene una jerarquía social de gran consideración y su calidad de depositario de la alegría y de los ritmos, le confiere un respeto especial.
Desde 1997, conformado el Centro para la Participación y el Desarrollo Humano Sostenible (Cepad), hemos trabajado en el territorio chiquitano, con sus municipios, comunidades y actores productivos, inventando instrumentos de desarrollo económico local que fortalecen la cultura viva; hemos comprobado el valor de la música como elemento de identificación del territorio y su gente, y de unión con la cultura universal.
La construcción simbólica de Chiquitos tiene como valor una suma de eventos históricos, sociológicos y culturales que han concluido con una realidad que supera los 75 años del periodo misional, y hoy adquiere personalidad propia en su aporte al mundo. Ese es el valor del espacio conocido como Chiquitos en el siglo XXI, y ese es el valor que aporta esa parte de Bolivia a la construcción de su identidad. Es la suma de indígenas, españoles y jesuitas que lograron una síntesis mayor a cada una de las partes y que se ofrece a los hombres y mujeres de buena voluntad.
Este es el tributo de admiración a los pueblos chiquitano y mojeño, a Marcelo Arauz y Plácido Molina Barbery, a los extremeños Mané Rodríguez Tavares y Antonio Fuentes y a todos los que pusieron su parte para lograr nuestra mejor obra, que bajo el título “La Nación de los Indios Chiquitos”, ofreceré desde hoy en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra.
El autor es director de innovación del Cepad
Columnas de CARLOS HUGO MOLINA