Fidel, (no tan) duro con él
Fidel Castro no me chocaba; el Che Guevara, sí. Fidel tuvo el talento de un político de estatura, siempre jugando de igual o de superior, o cuando lo hizo de apéndice (como con los soviéticos), dando señales de autonomía. En el Che me disgusta la egolatría, ni siquiera al servicio de la política.
No sé por qué la muerte de Fidel me devolvió la repetitiva tonada de Carlos Puebla: “Al que asome la cabeza duro con él Fidel, duro con él/ Caballeros no hay razón, de que se le pongan peros a nuestra revolución/Al que asome la cabeza duro con él, Fidel, duro con él/ Quien piense seguir aquí conspirando a todo tren/que recuerde por su bien que el paredón sigue ahí.” Es que es un recordatorio musical del programa político fidelista, nada esperanzador para ninguna disidencia. Ese estribillo muestra, como quien nada dice, entre son y son, que el pluralismo y Fidel eran una contradicción en los términos.
De poder elegir, ciertamente que no sería súbdito de un Estado como el cubano. Y acaso tampoco sería su jerarca, incluso con las canonjías del caso. Los controles y las purgas lo deben poner a uno paranoico. Pienso en el excanciller Pérez Roque, filmado en una farrita –hablando mal de figuras del régimen– en la finca de un empresario español, para ser luego decapitado políticamente, o en “Robico” Robaina, canciller cubano en los años 90, con final parecido. “Robico” es ahora un cuidadoso dueño de “mastiques” (restaurantes) en La Habana y un pintor que esquiva la política porque la sabe peligrosa. No veo a un excanciller nuestro, digamos a un Toto Fernández, asilándose en la gastronomía y eludiendo hablar de lo que sabe.
Hasta los más procubanos en Latinoamérica respetaban las purgas de Fidel sin el menor asomo de condolencia. Pérez Roque y Robaina pasaron de héroes a villanos y los castristas de la región que los lisonjeaban, no se animaron a proferir ni un gesto de caridad para ellos. Ésos eran los términos de referencia de los colaboradores de Fidel.
A la vez, Fidel fue uno de los políticos de mayor fuste de lo que en tiempos menos aburridamente correctos se llamaba “la raza”. Los latinoamericanos: afros, criollos, mestizos e indios en nuestras diversidades e infructuosas amalgamas, no tuvimos en el siglo XX un tipo como Fidel, jugando en las grandes lides. Quién sabe hasta que apareció Jorge Bergoglio (pero con los medios que da una institución universal como la Iglesia Católica), los latinoamericanos sólo jugamos partidos de segunda. Fidel no.
Después de la crisis de los misiles, en la que Fidel estuvo horrorosamente dispuesto a provocar el ataque norteamericano nuclear a Cuba, los soviéticos negociaron con los gringos sin su aliado caribeño. Y Fidel estaba lejos de la obsecuencia de llamar “líder espiritual” o “abuelo oso” a Kruschev, el premier de la URSS. En esos meses, cuando Kruschev envió a Cuba a su ministro Miyokán para explicar la decisión soviética, Fidel lo tuvo dos semanas sin recibirlo. Al hacerlo finalmente, no fue con quejitas llorosas. En voz alta, Fidel le espetó a Miyokán: “¿Qué cree usted que somos, un cero a la izquierda, un trapo sucio?”. Lo dicen los archivos rusos, no los cubanos. Pocos líderes que se planten así a sus aliados poderosos del día. En la misión del estadista el respeto por sí mismo y por lo que alega representar tiene un valor, independientemente de la posición que exprese.
Los bolivianos recordamos la influencia de la revolución cubana en Bolivia, pero no cuando fue al revés, en tiempos en que Fidel se miraba en la Revolución de 1952. Por ejemplo, en su discurso ahora universalmente célebre de 1953, el de “la historia me absolverá”, cuando Fidel sostenía: “Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados y presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos del Ejército regular.”
Fidel fue pues un nacionalista latinoamericano, comunista por antigringo (cuando ya vio que con los americanos no podría pactar), por conveniencia y retórica, no por convicción. El hijo de un gallego terrateniente, un hidalgo en un país de afros y élite ibérica. Castro no le hizo ascos a llevarse bien con Francisco Franco o, de ser pragmáticamente necesario, a apoyar la violenta represión soviética de la libertaria Primavera de Praga en 1968. Quizá, como dijo Octavio Paz en algún lado, Fidel era descendiente de los califas moros que habitan en nuestro pasado y en nuestro ánimo, tanto como entre nosotros los señoríos aimaras y Pizarro.
Curiosamente, uno de los que mejor caló a Fidel no fue un latinoamericano, sino un “villano” estadounidense. Nixon, cuando era vicepresidente, tuvo una reunión en Estados Unidos con Fidel recién llegadito al poder, en abril de 1959. En el reporte de esa reunión, Nixon lo radiografió mejor que cualquier estudioso latino. Fidel, según Nixon, se arrogaba porque sí la representación personal del “pueblo”, de ése que sostenía no deseaba ya elecciones. A Nixon le preocuparon: “su esclavizada sumisión a la opinión mayoritaria (...) y su obvia falta de entendimiento de incluso los más elementales principios económicos.”
Nixon no acabó convencido de haber influido en algo a Fidel con su jerga sajona de pastillas y cánones de economía y democracia. Y Nixon dejó un mensaje que trasluce su fino ojo político: “El hecho del que podemos estar seguros es que él (Fidel) tiene esas cualidades que hacen de él un líder de masas. Sea lo que fuere lo que creamos de él, será un gran factor en el desarrollo de Cuba y muy posiblemente en los asuntos de Latinoamérica en general.”
A la vez, si uno ve el estado económico de la isla ahora, seguramente suscribirá también este recado de Nixon al futuro: “sus ideas de cómo dirigir un Gobierno o la economía son menos desarrolladas de aquellas de casi cualquier figura mundial que yo haya conocido en 50 países.” Nixon auguró en 1959 que iban a lidiar con un personaje incómodo. No sé si supondría que serían cinco décadas de fastidio.
Al pensar en Fidel, me quedan otras tres escenas en la testa. La burguesía liberal boliviana en 1993 perdió los zapatos por retratarse con él, cuando Jaime Paz lo invitó para achatar la figura de su sucesor, Sánchez de Lozada y hacer de Fidel el centro de la transmisión presidencial. La segunda escena destella por las descripciones del escritor chileno Jorge Edwards, a quien el Estado cubano casi expulsó por su posición respecto al caso de Heberto Padilla y la vergonzosa purga cubana de ese poeta, a inicios de los años 70. Edwards describe a un Fidel de un “activismo jesuítico” y habla de “su astucia, su capacidad de hablar, caminar y zaherir a su interlocutor, e intimidar (…) con su inquietud inagotable.” Una bestia de la presteza.
El tercer retrato que no puedo desechar es el que leí no sé dónde, pero estoy seguro de que su autor era un exfuncionario norteamericano. Él contaba, casi indulgente, que era imposible no acabar un cóctel con diplomáticos latinoamericanos sin que un embajador conservador o de franca derecha, ya entrado en tragos, abriera su alma y confiara su íntima admiración por cómo Fidel lidiaba con los gringos. El precio de esa altivez personalizada y de su sacralización, probablemente no pasaría un examen de sus costos y calvarios para los demás. Pero no estoy tan seguro de que, con o sin tragos, se puedan dejar pasar, así como así, los talentos de ese individuo taimado, vertical y resuelto.
“Fidel fue pues un nacionalista latinoamericano, comunista por antigringo (cuando ya vio que con los americanos no podría pactar), por conveniencia y retórica, no por convicción. El hijo de un gallego terrateniente, un hidalgo en un país de afros y élite ibérica.”
El autor es abogado.