Cisnes negros y ríos voladores
El día 8 de noviembre del año que languidece, la población paceña y alteña se enteró, a quemarropa, de que no hay agua en sus ciudades y que debe enfrentar un racionamiento duro del líquido elemento. Ahora lo que es más curioso, para decir lo menos, es que el poder ejecutivo se enteró del problema el mismo día y por la prensa, y descubrió que una de las banderas más importantes del proceso de cambio, el agua como derecho humano, estaba en manos de unos ineptos.
Tuvieron que pasar 3.600 días, una década, para que se haga este hallazgo, pero este pequeño descuido, así presentado por el Gobierno, en realidad es un misil dirigido a la línea de flotación del modelo de desarrollo económico y político lanzado desde dentro de la nomenclatura oficialista. En términos deportivos, es un autogol notable.
En suma, en el tema agua, todos estábamos en la luna de Paita disfrutando del espectáculo pirotécnico de la revolución, los fabulosos resultados macroeconómicos, y de los interminables discursos. Estábamos en lo mejor de la fiesta del rentismo cuando —de la nada, como dicen los adolescentes— apareció la crisis del agua. Un cisne negro y quencha, que pone en jaque al Gobierno.
Según Nassim Nicholas Taleb, la teoría del cisne negro busca explicar eventos que ocurren sin dirección, de manera inesperada y que tienen impacto externo dramático, que generalmente cambian el curso de una historia. Todo sistema económico, político y científico parece consolidado y fuerte, dominado por hermosos cisnes blancos que se contemplan enamorados de sus logros en espejos de agua, cuando, súbitamente, aparece esta ave rara que altera la trayectoria deseada. Alguien podrá decir, con razón, que esta chambonada de política pública del agua no tiene la categoría de un cisne negro, más califica para un carcancho chíyara, totalmente previsible si uno revisa la práctica del populismo en América Latina. Acepto que puedo estar cometiendo un exceso analítico, pero rescato la idea que estamos frente a un punto de inflexión. Más aún, creo que el problema del agua es la punta del iceberg de una crisis sistémica. Por un lado, estamos frente a una crisis de gestión de servicios básicos centralizados y estatales, así mismo está en cuestionamiento el modelo de consumo dispendioso de agua, del cual somos responsables, pero sobre todo está en entredicho el modelo de desarrollo económico.
La gestión estatal Epsas —fue fiel a sus antecesoras, a pesar de los anuncios de cambio, o la frase más repetida entre los neorevolucionarios, “ahora será diferente”—, presentó típicos problemas de prebendalismo político, enorme incapacidad gerencial, inexistencia de controles interno o externo, ninguna supervisión, y por supuesto, ningún tipo de gobierno corporativo.
Nuevamente se cayó en el error de pensar que el solo cambio de propiedad resolvía los problemas, y nada se hizo en el contexto institucional que rodea la empresa ni se apostó a los recursos humanos.
Las malas lenguas dicen que Marx escribe en Bolivia una comedia costumbrista. En efecto, la nacionalización de Epsas, presentada como el remedio contra la privatización neoliberal del agua, en la práctica, resultó en la privatización más cruel del líquido elemento, el surgimiento de un mercado negro que hace de las suyas sin ningún tipo de control, en cuanto una ciudad de más de 2 millones de habitantes busca ser abastecida de agua con cisternas.
Como no podía ser de otra manera, el fracaso de Epsas, levanta sospechas sobre las otras empresas estatales. El Gobierno ha salido al paso, diciendo que las otras compañías son diferentes. La duda está instalada y sólo el tiempo y una mayor transparencia en la información podrá despejarla. No soy muy optimista al respecto. Sospecho, que cuando caiga la cortina de plata fácil, tendremos más carcanchos negros. Así fue en otros países de la región.
Además de la gestión del agua, también entró en crisis el modelo de desarrollo económico que durante más 10 años apostó al extractivismo exportador y a una burbuja de consumo artificial basada en el mercado interno que depreda el medio ambiente y nos es sostenible, como lo demuestra la escasez de agua.
En rigor, lo que el pajarraco negro mostró es la reedición del viejo modelo desarrollista que confunde gordura de riqueza basada en servicios con músculo productivo, que fomenta la deforestación de nuestras selvas, que soslaya el impacto ambiental del cultivo de coca, que permite un uso abusivo e irracional del agua por parte el sector minero —especialmente cooperativistas— que piensa que progreso es cemento y grandes obras, que desarrollo es electricidad más control de grupos corporativos, siguiendo una vieja tesis leninista. En este tipo de lectura, el problema del agua es una conspiración del calentamiento global que viene de afuera, son los caprichos de los ciclos climáticos digitados por San Pedro, es el TPM de la Pachamama que la pone otra clase, son cuatro ineptos que vinieron de Marte y por supuesto, unos cuantos analistas conspiradores.
En esta lógica, la construcción de represas está por encima de sembrar agua, la solución de infraestructura a toda costa se pasa por el forro la sostenibilidad ambiental. La idea es usar los ríos para generar electricidad y riqueza destructiva pero se desconoce que siguiendo este camino se matan miles árboles que son el origen de la lluvia el agua y la vida. Apuestan por una agricultura y agroindustria, incluyendo la coca, que destruye los bosques, cuando estos, en los hechos, son el origen de la humedad por las cual circulan los ríos voladores, aquellos que traen la lluvia. Toda vez que se tala un árbol se matan 300 litros de agua diario. En un año, cada árbol genera 108.000 litros de lluvia. Por lo tanto, la solución de largo plazo del agua no está en las nuevas represas ni en proyectos como el Bala o Chepete menos aún en la apuesta al modelo primario exportador y sí en la conservación de nuestro medio ambiente, así de sencillo.
El autor es economista.
Columnas de GONZALO CHÁVEZ A.