Más cochalas que nunca
Es la fiesta septembrina. No hubo los festejos acostumbrados, aun así, aquí estamos pensando en la Cochabamba que queremos y la que tenemos. Luces, sombras y humo. Y cuando nos alejamos de este lugar, la tierra llama a cada rato. Ya lo pensamos antes, no existe intensidad mayor que sentirse parte de un lugar, de pertenecer y tener como tatuaje el color de un territorio.
Cochabamba entre las montañas y lo que va quedando del valle. Entre un ritmo de urbanización mayor que amenaza con cortar cada vez más el paisaje vasto, aún quedan los árboles, las quintas de antaño, la placidez de vivir un departamento solar, en convivencia con un aire cada vez más contaminado, entre la inseguridad de caminar por las calles con miedo a asaltos, entre el ruido de las bocinas y el caos. Aun así, no se ha perdido el encantamiento y la fe.
El departamento que tenemos es aquel donde prevalecen asimetrías, luchas internas que son ya parte no solo del ranking de malas noticias diarias que tenemos que sufrir, el diagnóstico es desfavorable siempre. Y, aun así, sin entrar en ese cúmulo de mala prensa que tenemos, somos quienes persisten ante la adversidad generando estrategias a diario, porque la desesperanza no es opción.
No podemos ya decir que tenemos el cielo más azul del país ni el mito del buen clima o de ser el granero de Bolivia, pero tenemos motivos, y nos sobran, para honrar este vasto espacio donde somos y este lugar nos deja ser pese a todo. En esta microfísica destacamos por siempre el placer de la buena comida que, pese a ser como un slogan instrumentalizado, nos permite generar identidad, sin duda, una gastronomía así es la forma más visible del mestizaje y la resistencia. Somos más que la mala leche por la que dicen que somos famosos, tal vez sí tenemos algo de esa mala onda que nos estigmatiza ante una bondad innata que se atribuyen los otros, quisiera pensar que lo nuestro es más picardía criolla, ojo avizor y humor negro.
El otro día me encontré con excolega de trabajo, me contó cómo le iba en el trabajo, las pérdidas y enfermedades que tuvo que enfrentar ante el nada auspicioso panorama de la pandemia. Cochalo de pura cepa como es, me dijo en el epílogo de esa charla en una Cochabamba ventosa y fría pese a haber tenido una temperatura de 31 grados horas antes, que mientras más la vida lo empujaba para abajo tenía más ganas de levantarse, no exento de arañazos feroces que la vida va dejando, apurando su vaso de refresco casero, reafirmó esa cosa que nos hace ser iguales, las ganas de hacerle frente a cualquier huracán, porque más allá de paisaje, está el cochabambino que es imposible de vencer, ese firma al pie de página todos los días. El que lleva en su código de barras la tierra y la herencia de una lucha que se hace solo celebrando la vida. Por ellos, los guerreros anónimos que no tienen cargos políticos ni emblemas, es que puede verse materializado el sueño de la Cochabamba que queremos.
La autora es escritora
Columnas de CECILIA ROMERO