Pacientes personajes imbéciles
Escojo sustantivos que terminan en “e” para que la moderna inquisición no me acuse de no ser suficientemente inclusiva, políticamente correcta o tránsfoba/o. Por lo menos tengo tres buenos escudos: soy morocha, soy vieja y soy mujer para enfrentar el discurso farsante que se agudiza cada día.
Si fuese blanca estaría condenada de entrada. Cualquier condición de belleza fresca puede provocar el hostigamiento de las hordas de lesbianas que recorren las ciudades pintarrajeadas y pintarrajeando las herencias culturales. Como mujer ahora tengo el derecho a cualquier maldad o mentira contra un hombre porque cierta prensa siempre saldrá a favor de una fémina, en el nuevo diseño de totalitarismo.
Desde organismos internacionales, desde Parlamentos y brigadas políticas se alientan proyectos o se firman leyes que consideran que la mujer por ser hembra tiende a tener la razón en cualquier conflicto con el macho. Hace poco, la abogada Gisela Derpic explicaba con su sabiduría jurídica este asunto fatal, al cual no se le presta suficiente atención. Un piropo obsceno en Madrid —o que una adolescente considere obsceno— basta para condenar con tres o más años de cárcel al atrevido.
Seguramente en el caso boliviano, la sentencia a William Kushner es un ejemplo ilustrativo. Una tesis universitaria desvelaba que, a pocas horas de la tragedia, ya varios periodistas y editorialistas habían calificado el hecho de feminicidio, lo habían colocado en las estadísticas y habían condenado al varón (¿por ser varón?). Mientras las emociones reemplacen a los criminólogos, los gritos a los testigos y los titulares a los informes técnicos, jamás conoceremos la verdad.
La lucha por superar el racismo que tanto laceró la dignidad de la humanidad es ahora un pretexto para perseguir a ciudadanos, como se evidencia en sucesivos intentos legislativos y en acciones legales alentadas desde el (No) Estado. En el mundo, una campaña impidió que una prestigiosa académica blanca traduzca a una poeta negra, a pesar de la autorización de la autora, Amanda Gorman. Como escribió Marina Perezuaga, en vez de superar el racismo, nos obligan a fijarnos más en el color de cada cual.
El respaldo para que termine la homofobia, en sus manifestaciones cotidianas o normativas, ha desembocado en un abanico de propuestas de sexos que confunde a la mayoría, pero crea como una aureola de superioridad moral a los nuevos predicadores. Hay leyes, como en España, o libros de texto escolar plagiados, como en el (No) Ministerio de Educación plurinacional, que parecen una pantomima, pero son reales.
Las editoriales están adecuando los textos de Agatha Christie porque alguien la considera discriminadora. Preserven sus ediciones antiguas, porque no sabemos en qué terminará esta mutación; ella, que se hacía la burla de los ingleses y de sí misma. También se revisan libros que hablen de negros, incluyendo una fábrica de chocolate.
Hace unos años, se tergiversó el libreto de Carmen porque era insoportable para las feministas europeas la pasión del soldado y la gitana. Hay tendencias para condenar las obras de Pablo Picasso porque fue un mujeriego incorregible; los museos han tenido que extremar cuidados para que las chicas chillonas no se sientan ofendidas.
El español es el idioma más criticado. En cambio, como el artículo “the” en inglés es neutro y se aplica por igual a lo femenino o a lo masculino es “in”. O en alemán, el sol es femenino (die Sonne), y la luna es masculina (der Mond), o sea “super”.
Mientras se suman las tonterías, hay cada vez más mujeres maltratadas, sumisas, violentadas, asesinadas. El enfoque de la dignidad humana debería ser el faro de todo combate por la igualdad de oportunidades en este planeta, y no este entuerto mutilador. Su máxima meta es lograr la uniformización de los seres humanos, en vez de la plenitud de cada persona.
Aún más lamentable: parece que ese ejército de savoranolas necesita al racismo o a los feminicidios para seguir recibiendo dineros, como los militares colombianos necesitaban de la guerrilla o los curas medievales favorecían a los limosneros en los templos. Sin las víctimas y victimarios, el sermón se desportilla.
Columnas de LUPE CAJÍAS