Ordeñando recuerdos
Uno de los problemas de las ediciones de autor es que su circulación depende casi exclusivamente del entusiasmo que tenga el autor para difundir su obra. Por ejemplo, mi amigo Gonzalo Llanos (“Golla”) es ejemplar como promotor de sus libros, y yo soy exactamente lo opuesto (por ello decidí entregar mis últimos 11 títulos publicados en Bolivia a José Antonio Quiroga, de Plural Editores).
Lo anterior me sirve de introducción a “Tejiendo el tiempo” (2005) de Gisela Derpic Salazar, académica y escritora que ha tenido participación política desde muy joven. El libro que voy a comentar merecería una circulación más amplia, y una mejor edición (con menos errores tipográficos y con un tipo de letra más amable, en lugar de presentar todo el texto en cursivas).
Se trata de una obra testimonial pero novelada. El propósito inicial declarado es reflexionar y “ordenar los recuerdos” para propiciar el “reencuentro con todas las personas queridas”, a partir de los antepasados croatas y bolivianos de Gisela, incluyendo su propia vida como parte de ese legado familiar. Sin embargo, al optar por un relato novelado, lo testimonial pierde fuerza y lo literario no llega a compensar ese déficit.
Al optar de principio a fin por un relato en tercera persona, desde un narrador invisible, el texto se coloca en el campo literario y sacrifica la fuerza del testimonio. Aunque todo lo descrito sea (suponemos) autobiográfico, el lenguaje de las memorias las elabora como un objeto externo.
No cabe duda de que toda creación literaria, en cualquier autor, se remite a la experiencia propia y a la memoria, no necesariamente en los hechos descritos sino en los valores y deudas vivenciales. En este caso, la omisión de lugares, nombres y fechas concretas hace difícil, sobre todo al principio, hilar y tejer los cabos sueltos del árbol genealógico, una de cuyas raíces (materna) está en un lugar indeterminado de Bolivia, y la otra (paterna) en una isla indeterminada del Adriático, en Europa. El ingrediente (muy dosificado) de contexto histórico es un poco más explícito en los capítulos referidos a la ascendencia croata que a la boliviana.
La pista de Dragutin, el marino croata que se establece un tiempo en Chile y luego cuatro años en Uyuni, es más fácil de seguir en el relato novelado pues a partir de él casi todo sucede en Bolivia. De conjetura en conjetura el lector informado reconoce episodios históricos para situar a los personajes, y lugares como Potosí y Sucre. Entre capítulos referidos a la familia, la narradora introduce textos de recapitulación histórica sobre todo a partir de la década de 1940, la emergencia del MNR, abril de 1952, etc. Es una pena, sin embargo, que esos textos no estén tejidos con la historia familiar, sino que tienen autonomía como descripciones.
Quizás la veta testimonial adquiere mayor fuerza en la medida en que la autora del relato comienza a referirse a sí misma en tercera persona, aunque sin usar su verdadero nombre. Los episodios referidos al colegio Santa Rosa, en Potosí, regido por monjas tan arrogantes como ignorantes, que ejercen su poder represivo y domesticado, están entre los mejores. Al leerlos uno entiende perfectamente por qué quienes estudiaron en colegios de monjas o de curas en aquellos años terminan repudiando la religión católica.
“Sor Ana Ricarda, de nacionalidad boliviana, era una fanática de la limpieza. Antes de iniciar sus actividades cotidianas, pasaba el dedo índice derecho por el piso, de cabo a rabo, haciendo demostración acrobática envidiable, pues se desplazaba a gran velocidad dando diminutos pasos, inclinándose a la derecha, cual una bailarina que expresa el prolegómeno de la agonía de un personaje de guion. Luego empujaba sus lentes hacia su frente con la mano izquierda y acercándose a la ventana miraba ese dedo que era su instrumento de medición de la limpieza de los pisos”.
La vivencia es irremplazable en el párrafo anterior y otros también referidos a esa etapa educativa, por ejemplo, el ingreso a un sector de clausura del colegio y el hallazgo de un cristo con resortes que se disparaban sorpresivamente.
La hipocresía y la impostura de las monjas está bien retratada en el episodio de la madre superiora del colegio, una peruana acérrima enemiga de los hombres, que, sin embargo, queda embarazada de un cura y pretende contratar a una empleada boliviana para que aparezca como madre del hijo.
Los curas se llevan también una ración de ironía. No habían sido aún condenados por pedófilos, pero debían serlo por infligir torturas físicas a sus estudiantes. Todo estaba mal en esa educación que separaba a adolescentes varones y mujeres, niños y niñas. La cabeza enfermiza de curas y monjas convertía en violencia sus frustraciones. Y a ello se sumaba la discriminación social en colegios donde las aulas “paralelas” congregaban a los jóvenes con menores recursos económicos.
El peso de la religión católica era enorme en esa sociedad potosina que ya comenzaba a vivir la decadencia del auge minero. Las descripciones detalladas de las fiestas religiosas de la Navidad o de la Semana Santa, enriquecen el relato testimonial.
El despertar sexual en la adolescencia era brutalmente reprimido, al punto que niños y niñas debían dormir con las manos encima de las sábanas y frazadas. A la par de esas distorsiones grotescas, se erigía el poder de una iglesia tan arcaica como hipócrita.
Probablemente los personajes de Ana y Gerardo representan a Gisela, la autora, y su hermano mayor, porque las descripciones en esa parte de la obra son más realistas, vivencias de primera mano. Aunque la guerrilla del Che se narra como información periodística, el compromiso político partidista de Ana y Gerardo se pronuncia desde muy jóvenes, lo cual crea tensiones familiares. Ambos militan en “la orga”, que poco a poco identificamos como el MIR. Algunos hechos se describen en detalle y otros se despachan en pocas líneas, creando cierto desequilibrio.
Hay personajes verídicos citados solamente por sus nombres, sin apellidos, lo cual pone en clave para el lector algunos episodios del relato novelado. No todos podrán entender la trama completa.
La madurez política y personal llega relativamente rápido en el relato, acercándonos al final: frustrante participación política y no menos frustrante experiencia matrimonial, de la que sin embargo quedan tres hijos que son la satisfacción del personaje de Ana-Gisela. Con ironía que no quita filo a su crítica, la autora describe el machismo en ámbitos laborales (ONG y universidades), las primeras viviendo a costa de las poblaciones desfavorecidas a las que dicen ayudar.
La obra termina con un final abierto hacia otro libro en el que Gisela Derpic narra su experiencia como máxima autoridad de Potosí a principios del presente siglo.