“Comadrejalogía”, racismo y coronavirus
No es la primera vez que lo digo. Ya a fines de julio de 2009, anotaba que Friedrich von Hayek hablaba de la palabra “comadreja”. Es un mito nórdico de la comadreja que chupa el huevo sin romper la cáscara. El peruano Enrique Ghersi la “latinoamericanizó” como la “comadrejalogía”, disciplina que estudia cómo el significado de las palabras se altera con propósitos sesgados.
Como el coronavirus, infecta expresiones del lenguaje general. Mi intención no es erudita, que difícil es analizar lo que Peter L. Berger y Thomas Luckmann llamaron “la construcción de la realidad” en su abordaje de la sociología del conocimiento. Me quedo en lo sardónico que, como la máscara teatral, tiene cara hilarante por un lado y lamentosa por otro.
Es “comadrejalógica” la realidad de Bolivia, país mestizo de la variedad de latinoamericano con variadas raíces indígenas. Solo un medio de ignorantes puede omitir el análisis de Ana María Krüger –profesora de Genética de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA)– de apareamientos de hispanos e indígenas. ¿Qué es, pues, eso de originarios y blancoides? La curiosa ideación idiomática, que es quechuaymara, hizo originarios de Ganímedes a la mayoría de bolivianos de ancestro guaraní, guarayo, chiquitano o tacana, entre otros. Ni hablar de abuelos que fueron gallegos, alemanes, árabes o croatas, entre otros más. Crearon treinta y tantas naciones, con primacía de la minoría aymara. Excluían a una mayoría de extracción mestiza, o peor aún, blancoide. Todo, de acuerdo con un Constitución, aprobada a punta de bayonetas y a votos “dedeados”, claro.
La cuestión adquiere ribetes de urgencia en tiempos del coronavirus. El asesinato de un ciudadano afroamericano por policías, en vivo y directo en Minneápolis, EEUU, y el multitudinario brote de protesta generalizada por el racismo que pervive a más de siglo y medio de su Guerra Civil.
La pandemia mundial del Covid-19 traerá cambios en los protocolos sociales acostumbrados.
Recuerdo a un querido amigo que me visitó en Houston. Salía de clases y en la explanada caminábamos junto a docenas de universitarios: me helé cuando mi amigo puso un brazo sobre mis hombros. En otra oportunidad, retornando del centro subí a un bus de transporte público. El chofer flameó un pulgar racista indicando que debería ir atrás con negros y mexicanos; reclamé ser boliviano en mi inglés académico. Son ejemplos de prejuicio homofóbico y racial persistente en EEUU y hasta hoy laceran mi cobardía.
En Bolivia, desde que en albores de la Colonia los indígenas ricos reclamaran sin éxito ante los españoles por los fueros y privilegios de su alcurnia, hay un cisma sin resolver: el prejuicio racial entre indios y “blancos”. Ninguna de las dos caracterizaciones es veraz: ni los indios son indígenas puros, ni los “blancos” pueden negar alguna pollera o tipoy en sus ancestros. Lo demás es cosa de pigmentación de la piel, peculiaridades idiomáticas y educación.
Una tomadura de pelo fue la división nacional entre originarios y blancoides del mentiroso proceso de cambio de Evo Morales. Es chistoso uno que se cree “blanco” por sus ojos verdes, cosa difícil para la cholita valluna de “ojos verdes como mares” –de la canción “Llamarada” del colombiano Jorge Villamil– pero de trenzas y pollera. Es patético, ya que las diferencias raciales fueron dirimidas por el estudio del genoma humano. En lo que respecta a los genes, resulta que los rasgos fenotípicos de la gente, en este caso los ojos verdes de uno y otra, la asemejan al 99,99% de todos los seres humanos, tengan piel rosada, negra o cobriza.
Ensalza Gal Costa su nativa Bahía de San Salvador: “la tierra del blanco mulato y del negro doctor”. Tal vez Bolivia necesita una cueca o un taquirari que ensalce al blanco mestizo y al indio doctor. Sin embargo, dos aspectos son medulares para acabar con mitos prejuiciosos, cuando no racistas: la formación educativa y la desigualdad económica.
La educación de todos, recalco, todos los bolivianos, es muy importante para estar a cargo de maestros de un marxismo “comadreja”, deformado de acuerdo con la mano de barniz de ideologías obsoletas. Más que divisiones entre falaces indigenoides e ilusorios blancoides, el país debe reconciliarse con su pasado, y su futuro, mestizo.
En cuanto a la desigualdad económica, Bolivia debe esforzarse en mejorar el acceso a la formación educativa que permita a los desposeídos, o a sus hijos, reducir la brecha entre pobres y ricos. No es suficiente relegarles a ser los fenicios del comercio. Tampoco regalar bonos cada vez que la realidad social, o el coronavirus, golpean la conciencia de un país atrasado por taras étnicas. Parafraseando a Barack Obama, la educación será el punto de inflexión para lograr cambios reales.
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
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