El poder de un símbolo
He investigado durante muchos años –algunos más amargos que otros, pero siempre fructíferos– la historia del desarrollo boliviana de la extracción de hidrocarburos y de su posterior industrialización, desde la refinación hasta la petroquímica.
Uno de los momentos más cruciales de la mencionada historia, implicó a la “capitalización” de YPFB en 1996. Contextualicemos. Por esa época, el ritmo de la explotación de los hidrocarburos a cargo de nuestra estatal, YPFB, superaba el ritmo de reposición de las reservas consumidas con un significativo margen, aproximándose peligrosamente a la línea roja, es decir, a la inevitable y ominosa importación de carburantes para satisfacer de la demanda interna.
Junto a YPFB, operaban otras petroleras en el país, sin embargo, su producción era muy pequeña, por tanto, no se podía depositar la solución del problema en sus laboreos hidrocarburíferos, por voluntariosos que fuesen.
De ese modo, una política de “puertas abiertas” hacia la inversión de las compañías transnacionales, apuntando a producir gas boliviano mayoritariamente destinado al mercado del Brasil, lucía, según el criterio, cuando menos digno de consideración de muchos especialistas en la problemática energética, como la única solución posible a la crisis energética de la época, o dicho coloquialmente, para sacar la olla del fuego antes de que las papas ardan.
Pero, al margen de esas visiones técnicas entonces dominantes, la solución para el abastecimiento sostenido de nuestros hábitos de consumo energético, ¿necesariamente debía involucrarse a la inversión extranjera?
Yo afirmaría, sin vacilaciones, que sí, aun a riesgo de ser tildado como apostata de la patria y de la nación. Salvo que hubiésemos tenido la firma determinación de asumir los sacrificios y esfuerzos relativos a sobrellevar nuestra existencia diaria reduciendo nuestro consumo hidrocarburífero, tal vez, al 50% de lo habitual, o estuviésemos dispuestos, sí pudiésemos, claro, a pagar el doble por ello.
¡Sí!, al menos en lo concerniente a los recursos involucrados en el tendido de la línea o gasoducto desde nuestras áreas petroleras tradicionales hasta Sao Paulo –el corazón industrial de Brasil– y costear las inversiones exploratorias que se estimaban necesarias para garantizar los suministros mínimamente por 20 años.
De todos modos, y en caso de estar yo equivocado, cabe preguntarse si, pese a que YPFB carecía de los recursos financiaros necesarios –porque cuadros científicos y técnicos de alto nivel sí que los tenía- para costear por sí misma todas esas operaciones, ¿era preciso “desguazarla” y “capitalizarla” por partes, después, para garantizar el gasoducto y dichas inversiones?
Una vez más, como suele suceder frente a este tipo de preguntas complejas, las respuestas no están absueltas de prestarse a controversias; no obstante, al parecer, y no caben muchas dudas al respecto, el tendido del gasoducto a Brasil y el ingreso de las cuantiosas inversiones exploratorias, no estaban sujetas a la previa capitalización de YPFB en una relación de dependencia…
Incluso, he llegado a enterarme a través de informantes altamente confiables, cuyos nombres todavía sería imprudente revelar, sobre las reiteradas advertencias que, insistentemente, viejos militantes del MNR cercanos a Goni le vertían a éste durante la víspera del mencionado acto: “no puedes capitalizar YPFB, es un símbolo de los bolivianos, no puedes destruir un símbolo, no a uno como ese”.
El resto es historia, pero sirvan están líneas como advertencia imperecedera sobre las consecuencias funestas que una planificación económica sin tomar en cuenta a la cultura podría acarrear.
El autor es economista e investigador
Columnas de JUAN JOSÉ ANAYA GIORGIS