¿Cómo derrotar a una autocracia? (II)
En Latinoamericana, la vía democrática ha sido obstaculizada no solo por los gobiernos, sino que, en gran medida, por las mismas oposiciones antiautocráticas. Para decirlo en modo de tesis: el mayor obstáculo que aparece para la apertura democrática reside en una cultura no democrática compartida por los gobiernos autocráticos y sus respectivas oposiciones. Estas últimas, o han tendido a optar por vías insureccionales, o por líneas confrontacionales, o no han sabido crear condiciones que permitan ampliar los espacios de participación que lleven al debilitamiento del oficialismo autocrático. Lo que buscan, dicho en breve, no es derrotar al enemigo. Buscan derrocarlo. Y no es lo mismo. Derrocar es un acto de violencia. Derrotar es un proceso político.
El objetivo de las oposiciones en Nicaragua, Bolivia y Venezuela, digamos claramente, no ha sido debilitar a sus gobiernos, sino derrocarlos, eligiendo una vía confrontacional, pero sin tener los medios para llevarla a cabo. En esos tres países, y esa es la diferencia con las luchas antiautocráticas de los países europeos, la hegemonía opositora ha sido ejercida por sectores extremistas.
En los tres países mencionados las oposiciones han participado regularmente en elecciones. Pero hay distintos modos de participar. Uno es “usar” las elecciones como táctica en el trayecto de una vía insurreccional, tal como decía hacerlo la “izquierda revolucionaria” durante los años 60. Otro es hacer de las elecciones una vía, “la vía” democrática por excelencia. Pero para las oposiciones nombradas, la vía electoral, llamada por ellas “electoralismo”, es una desviación política.
De más está decir que por su naturaleza antidemocrática, los gobiernos autocráticos, esencialmente polarizadores, están más preparados para la guerra de contrainsurgencia que para la lucha política. La confrontación polarizada les brinda el mejor pretexto para abandonar su carácter mixto y así asumir una forma puramente dictatorial.
Las manifestaciones juveniles y callejeras en Venezuela durante 2017 así como las iniciadas en Nicaragua en 2018, al ser dirigidas por grupos que exigían tumbar a las dictaduras, sobrepasaron a los partidos electorales de oposición y brindaron la ocasión a los respectivos autócratas para desencadenar oleadas represivas sin precedentes en sus países. La renuncia, por los sectores extremos de ambas oposiciones, a centrar la lucha en la vía electoral, así como el deseo de embarcarse en insurrecciones sin programa ni destino, es precisamente lo que aguardan gobiernos de tendencias dictatoriales, como son los de Ortega y Maduro, para endurecer sus posiciones y desplazar la confrontación política —que ambos no dominan— hacia la lucha violenta —en la que ambos son expertos.
Maduro, más político que Ortega, quien no ha vacilado en convertirse en Somoza-2, no ha desahuciado del todo la confrontación política. Ya sea porque sabe que la oposición está dividida, ya sea porque necesita una distensión internacional, no abandona la vía electoral, más todavía si en estos momentos puede más ganar que perder. A su vez, Evo Morales —hay que hablar de Morales y no de Arce en materias de poder— no ve motivo para desechar la vía electoral pues sigue contando con amplios contingentes sociales enfrentando a una oposición fragmentada. Por el momento aprovecha su victoria electoral para depurar al Ejército y usar la fuerza represiva en contra de sus adversarios. Sobre todo, contra quienes enfrentaron la contienda electoral como una alternativa insurreccional.
Oposiciones no preparadas para enfrentar a sistemas mixtos de dominación, no parecen encontrar la línea política adecuada. Como ha anotado el politólogo venezolano Ángel Álvarez en una entrevista al diario digital Tal Cual, dichos gobiernos pueden presentarse una vez como dictaduras, otra vez como democracias. Pero también, anota Álvarez, a la oposición le corresponde un alto grado de responsabilidad. En efecto, hasta ahora la oposición no ha abandonado, aun participando en elecciones, “la vía del derrocamiento”, de tal manera que, cuando no se ha abstenido, renunciando con ello a toda participación en la política real, han ido a las elecciones de un modo “táctico”, poniéndolas al servicio de una insurrección que no tienen cómo realizar.
De ese modo han abandonado las tareas de toda oposición democrática: la defensa estricta de la Constitución, hacerse eco de las demandas de los grupos sociales más golpeados por el gobierno y mantener los usos políticos en la confrontación. En fin, al seguir una irreal y desquiciada estratégica insurreccional sin insurrectos, han regalado la presidencia a Maduro, amén de gobernaciones y, no por último, la propia Asamblea Nacional. Son estas las razones que llevan a opinar a Ángel Álvarez que una transición democrática en Venezuela no vendrá de la oposición sino desde fuerzas que apoyan al gobierno. Lo uno, sin embargo, no excluye necesariamente a lo otro.
Evidentemente, todos los gobiernos autocráticos, en algún momento de su historia, comienzan a mostrar grietas internas. Pero estas no sirven de nada si no existe una oposición en condiciones de capitalizar esas grietas a su favor. En verdad, no conocemos ningún caso histórico de autodemocratización, es decir, sin participación activa de una oposición.
Para que una transición hacia la democracia comience a tener lugar, se requiere de una oposición en condiciones de interactuar con fracciones del bloque autocrático de dominación. Las oposiciones latinoamericanas tienen, en ese sentido, mucho que aprender de transiciones democráticas ocurridas en el pasado reciente. Recordemos que Mandela conectó con De Klerk, Walessa con el general Jaruzelski, Felipe González con Adolfo Suárez.
Sin esa despolarización esencial, sin ese diálogo sostenido entre gobierno y oposición, sin una voluntad compartida de cambio, no puede haber ningún proceso de democratización en ninguna parte del mundo.
Columnas de FERNANDO MIRES