Crecimiento urbano desordenado: El laberinto de Cochabamba

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Publicado el 26/05/2025 a las 14h26
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A la luz del amanecer, el valle de Cochabamba revela un paisaje cambiante: barrios enteros trepan las laderas del Tunari y avanzan sobre antiguos campos de cultivo. Donde hace una generación había chacras de maíz o alfalfa, hoy surgen urbanizaciones improvisadas. La región metropolitana de Kanata –que abarca a Cochabamba y municipios vecinos– ya alberga alrededor de 1,5 millones de habitantes, en su mayoría concentrados en la mancha urbana que se expande sin orden claro. 

El crecimiento urbano desordenado, tanto formal como informal, se ha convertido en el nuevo rostro de Cochabamba: uno de casitas de ladrillo sin revocar junto a condominios cerrados, todos extendiéndose sobre un valle antes agrícola. Este avance caótico devora tierras fértiles, invade áreas ecológicas protegidas y ejerce una enorme presión sobre servicios básicos –agua potable, basura, transporte– en una metrópoli cuya planificación parece haber quedado rezagada frente a la realidad.

 

La ciudad que devora sus campos

(y sus cerros)

En las últimas décadas, Cochabamba y sus municipios aledaños (Quillacollo, Sacaba, Tiquipaya, Colcapirhua, Vinto, entre otros) vivieron un boom urbano que se siente ingobernable. Por un lado, hubo expansiones formales: planes de vivienda y urbanizaciones aprobadas por alcaldías que extendieron el radio urbano hacia la periferia. Por ejemplo, la zona sur de Cochabamba incorporó recientemente 2.200 hectáreas adicionales a la mancha urbana legal, tras la homologación que benefició a distritos como el 8, 9 y 15. Esa regularización tardía –concretada en 2022 tras siete años de trámites– permitió que alrededor de 25 mil familias obtengan por fin el derecho propietario de sus lotes y acceso prometido a servicios básicos. 

Sin embargo, también evidenció cuánto había crecido la ciudad más allá de sus límites oficiales, ocupando suelos originalmente rurales. Parcelas agrícolas enteras fueron loteadas y vendidas; así, antiguos poblados del valle (desde El Paso en Quillacollo hasta Sipe Sipe) quedaron absorbidos por la mancha urbana. 

El resultado son patrones de baja densidad y urbanizaciones dispersas que encarecen la dotación de infraestructura –el tendido de agua potable, alcantarillado o electricidad debe cubrir distancias mayores– y complican la movilidad. De hecho, el congestionamiento vehicular en ejes como la avenida Blanco Galindo es ya crítico, reflejando un crecimiento urbano extendido horizontalmente.

Por otro lado, está el crecimiento informal, impulsado por la necesidad y la falta de vivienda asequible. La migración campo-ciudad y desde otros departamentos hacia la Llajta ha sido un motor potente: una de cada cinco personas en Bolivia cambió de municipio de residencia en la última década, y Cochabamba –junto a Santa Cruz y El Alto– figura entre los principales polos atractores. Familias llegadas del altiplano o de provincias han levantado barrios enteros en la periferia, a falta de opciones dentro de la ciudad formal. Así nacieron asentamientos en el sur de Cochabamba (como en el Distrito 9) donde migrantes rurales construyeron sus casas de forma autogestionada, muchas veces sin servicios básicos ni título de propiedad. 

Esas zonas periurbanas concentran formas de pobreza multidimensional: hogares que carecen de una o más necesidades básicas (agua entubada, saneamiento, vivienda adecuada, acceso a educación o ingresos estables). Aun así, cada año llegan más pobladores con la esperanza de un terreno propio. El crecimiento informal se expande sobre antiguos botaderos u orillas de ríos, allí donde el suelo es más barato –porque está fuera de norma o porque implica riesgos ambientales–. Un ejemplo claro es la ocupación de riberas: basta recorrer las márgenes del río Rocha, ahora flanqueadas por viviendas precarias en zonas que antes eran áreas de inundación. Lo mismo ocurre con los humedales: lagunas que eran reguladores naturales se ven reducidas o contaminadas por urbanizaciones aledañas. La laguna Alalay, en la zona sur de la ciudad, es emblemática de este desequilibrio entre la urbe y su entorno natural.

 

El precio ambiental de este crecimiento descontrolado es alto

En el norte, el Parque Nacional Tunari ha sufrido invasiones constantes. Pese a su estatus protegido, miles de viviendas ilegales proliferan por encima de la cota 2750 (el límite ecológico donde debería comenzar la zona forestal). A inicios de 2022 salió a la luz un caso alarmante: la intención de cinco supuestas familias comunarias de sanear 5 mil hectáreas dentro del Tunari en el municipio de Vinto. 

Detrás de ese trámite –denunciado por comunidades de la zona– se escondía el interés de loteadores con antecedentes de avasallar tierras en el parque. Gracias a la presión vecinal, la maniobra fue frenada, pero dejó en evidencia la vulnerabilidad del Tunari frente a la urbanización ilegal. Allí donde antes había q’ewiñas y kiswaras, hoy se erigen casas de ladrillo sin autorización, abriendo caminos clandestinos en la serranía. La consecuencia es deforestación y pérdida de recarga hídrica: menos bosque significa menos captación de agua para los acuíferos que alimentan al valle. 

El Tunari, que funciona como una “fábrica de agua” para Cochabamba, ve amenazada su capacidad por los chaqueos e invasiones humanas. Y no es el único caso: las franjas agrícolas en la periferia también retroceden. Estudios de la Universidad Mayor de San Simón señalan que la superficie cultivable en el valle central de Cochabamba disminuyó cerca de un 50% en las últimas décadas, debido en gran parte a la expansión urbana sobre suelos agrícolas. Allí donde no llega el riego ni resulta rentable sembrar, los lotes urbanos ofrecen ganancias rápidas. Así, el horizonte verde del valle se fragmenta en un mosaico de casas, galpones y vacíos urbanos.

 

Las consecuencias sociales de esta expansión sin orden son palpables

El acceso a agua potable es desigual: mientras los barrios centrales cuentan con red de SEMAPA, muchas urbanizaciones nuevas deben recurrir a pozos comunales o camiones cisterna para abastecerse. La histórica escasez hídrica de Cochabamba se agrava en las zonas altas y alejadas donde las tuberías aún no llegan. 

La sequía severa de 2023-2024 empujó a decenas de municipios del departamento a declararse en emergencia por falta de agua, haciendo más vulnerables a los asentamientos precarios. Algo similar ocurre con la gestión de residuos sólidos: la ciudad produce alrededor de 700 toneladas de basura al día, y cuando colapsó el botadero de K’ara K’ara en abril de 2025, unas diez mil toneladas de residuos se acumularon en las calles en sólo dos semanas. Muchos barrios periurbanos carecen de recolección regular y terminan quemando o enterrando su basura, con el consiguiente impacto sanitario. 

En cuanto al transporte, la mancha urbana dispersa significa recorridos más largos y costosos. Cochabamba todavía no cuenta con un sistema de transporte masivo integrado a nivel metropolitano; la gente depende de trufis y micros que saturan las vías troncales. Municipios vecinos como Quillacollo o Sacaba aportan miles de viajes diarios al centro cochabambino, pero la coordinación en rutas y tarifas es débil. La metrópoli creció, pero cada municipio intenta resolver estos problemas por su cuenta, con resultados insuficientes.

 

Hacia un nuevo pacto metropolitano

Resolver el rompecabezas del crecimiento urbano de Cochabamba requiere visión y voluntad integradas. En primera instancia, los siete municipios del eje Kanata deben reconocer que forman parte de una sola conurbación interdependiente. Ninguno podrá, aislado, garantizar agua, transporte u ordenamiento si sus vecinos no colaboran. Hace ya una década se creó legalmente la Región Metropolitana Kanata (Ley 533 de 2014), con su Consejo Metropolitano, precisamente para planificar de forma conjunta el territorio. Sin embargo, hasta hoy no existe un Plan Regulador Metropolitano efectivo ni una autoridad técnica metropolitana consolidada. Es imperativo activar ese nivel de planificación: un Plan Metropolitano de Ordenamiento Territorial que trascienda los límites municipales y aborde temas críticos como la expansión urbana, la protección de áreas verdes, la ubicación de nuevos vertederos o plantas de tratamiento de agua, y el transporte intermunicipal. El Consejo Metropolitano Kanata debería fortalecerse con una secretaría técnica capaz de implementar dichas políticas comunes, tal como ocurre en otras regiones metropolitanas del mundo.

Al mismo tiempo, cada municipio debe actualizar y cumplir su Plan Territorial de Desarrollo Integral (PTDI), que reemplaza a los antiguos planes de ordenamiento urbano. Muchos de estos planes locales están desactualizados o son letra muerta. Se necesita voluntad política para que se apliquen, orientando el crecimiento hacia zonas adecuadas. Por ejemplo, impulsar la densificación en áreas ya urbanizadas con servicios, en lugar de seguir expandiendo la mancha urbana hacia áreas rurales. Ofrecer vivienda asequible dentro de la trama urbana formal es crucial para que las familias de menores ingresos no se vean forzadas a lotear ilegalmente en la periferia.

 

Protección ambiental integrada como tarea pendiente

La metrópoli necesita escudos verdes: reforestar el Tunari y hacer cumplir estrictamente la prohibición de construcciones en su área, restaurar humedales como lagunas Alalay o Quenamari, y preservar las tierras agrícolas que quedan en el valle. Esto implica compensar a comunidades rurales por servicios ambientales (por ejemplo, programas de pago por recarga hídrica) y brindar alternativas productivas sostenibles para que la agricultura periurbana pueda sobrevivir. Un Parque Tunari fortalecido –donde participen activamente el Gobierno central, la Gobernación y los municipios– podría frenar los avasallamientos y, a la vez, convertirse en un espacio público de recreación y naturaleza para la ciudad, evitando que siga visto sólo como reserva de tierra urbanizable.

Finalmente, la solución debe ser multisectorial e inclusiva. No se trata sólo de ingenieros y urbanistas, sino de la gente que habita estos espacios. Iniciativas como las consultas comunitarias realizadas sobre el acceso al agua en la región (donde vecinos de barrios y comunidades rurales opinaron sobre sus necesidades) demuestran el valor de involucrar a la ciudadanía en las decisiones. Los pobladores de las nuevas urbanizaciones necesitan ser parte del diseño de su barrio: organizarse en juntas vecinales para gestionar agua, alcantarillado y seguridad; participar en mesas técnicas sobre transporte o basura. 

La articulación entre autoridades y sociedad civil es clave para recuperar el control sobre el crecimiento urbano. En el pasado, la ausencia del Estado en las periferias dio vía libre a loteadores informales; de aquí en adelante, una presencia estatal más fuerte –en forma de planificación, regulación y oferta de servicios– puede encauzar el crecimiento hacia un modelo más ordenado.

Cochabamba está a tiempo de reescribir la historia de su expansión urbana. Pasar del crecimiento desordenado a un desarrollo planificado e inclusivo es posible si se asume un nuevo pacto metropolitano. Significa coordinar entre alcaldías, proteger el patrimonio natural del valle y priorizar la calidad de vida sobre la ganancia cortoplacista. La metrópoli de Kanata puede crecer, sí, pero bien: con barrios dignos y conectados, con campos y bosques preservados, con agua y aire limpios. El desafío está planteado. En lugar de un laberinto urbano caótico, Cochabamba puede aspirar a un valle que integre ciudad y naturaleza en armonía, asegurando un futuro sostenible para las siguientes generaciones.

 

Fuentes consultadas: Revista Locus Año 03 Nº4 (Instituto de Investigaciones de la UMSS, 2023); Informe “NP58-04” sobre crecimiento urbano; Planes de desarrollo territorial municipal y metropolitano (PTDI, EDIM); archivos periodísticos de Los Tiempos (caso Parque Tunari, homologación de mancha urbana, sequía 2023-24); documento Cochabamba: Desafíos urbanos y sociales en su camino hacia la modernidad (2025), entre otros.

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