Evo proponiendo violencia
Tengo escrúpulos por utilizar la palabra genocidio en forma inadecuada o liviana; de hecho, llamar genocida a Gonzalo Sánchez de Lozada por los eventos del final de su desdichado gobierno siempre me ha parecido un despropósito, una injusticia a quien no quiso acabar en ninguna circunstancia con un grupo étnico o con una determinada población y que, posiblemente, tiene una responsabilidad en las muertes que se produjeron a la hora de tratar de frenar una genuina conspiración contra un gobierno democráticamente elegido.
Creo, además, que es injusto llamar genocidio a ese evento, en respeto a quienes genuinamente fueron víctimas de un genocidio, como fue el caso de la Alemania nazi, o en situaciones que se dieron en la última guerra de los Balcanes o en Ruanda.
Es por eso que no me alinearía con quienes quisieran llamar genocida al presidente Morales, pese a la cantidad de muertes ligadas al quehacer político que ya acarrea su gobierno y que son más que los que murieron en aquel terrible octubre negro.
Sin embargo, lo que se puede decir sin lugar a dudas, es que el discurso de Evo respecto del cerco a las ciudades y a preguntarse si éstas iban a aguantar ese cerco sin alimentos sí es genocida, y a eso me voy: un no-genocida puede tener un discurso genocida, como un no-racista, puede tener un discurso racista que, dicho sea de paso, es también el caso del mismo personaje que nos ocupa.
Cuando el 22 de enero de 2006, Evo se proclamó como representante de la “reserva moral de la humanidad”, siguió lineamientos hitlerianos y dijo una grosería de un calibre racista inaceptable. Pero aclaremos, yo no creo que Evo sea racista, en realidad es torpe. En la oportunidad no se le cobró el exabrupto, porque hubo una especie de luna de miel entre el recientemente electo presidente y la prensa, que estaba compuesta por gente que veía (no se sabe por qué) con buenos ojos a ese dirigente cocalero devenido líder político indiscutido.
En un ambiente civilizado, el discurso es importante, es por eso que las políticas deben resolverse en los Parlamentos y no en las calles, y eso es una gran cosa. La calle, la confrontación a golpes no es una buena idea. Por eso es que es importante que los candidatos a la presidencia debatan, para conocer siquiera un poco, aunque sea de refilón, los pliegues de sus conciencias. Lo que dice el presidente de un país es importante y no debe ser tomado a la ligera; así debió haber sido, desde el primer momento, desde esa alocución inaugural.
Evo Morales es posiblemente el presidente que ha dicho más tonterías a lo largo de este, valga la redundancia, extremadamente largo período; algunas han sido de muy mal gusto, algunas de una misoginia espantosa. Ha sido irrespetuoso con extraños y con propios, con opositores y con masistas, pero lo de esta semana, el promover un enfrentamiento entre citadinos y rurales, entre indígenas y quienes no lo son, en medio de un ambiente exacerbado, es de una irresponsabilidad, que en realidad tiene ya un carácter criminal ( si a eso añadimos acciones directas para amedrentar a los vecinos de una ciudad, estamos con el cuadro completo).
En Bolivia existe racismo, como en todo el mundo, y es una tara que debe ser combatida, pero eso no se logra exacerbándolo; todo lo contrario, grandes avances pueden ser tirados por la borda por actitudes como la del presidente Morales, y eso es posiblemente aún más imperdonable que su olímpico desprecio a la ley y a la Constitución.
Aunque no está dicha la última palabra, es posible que el gobierno de Evo esté viviendo sus estertores, ante todo porque, lo sabemos los bolivianos, un gobierno no sobrevive represiones excesivas en este país, y Evo sólo podrá quedarse, no sólo con la sombra de su ilegitimidad, sino con acciones genuinamente tiránicas, y eso posiblemente tampoco tenga una opción de larga duración.
El final de Evo no es una sorpresa, era materia prima lista para moldear quien es ahora y su entorno lo hizo con entusiasmo.
El autor es operador de turismo.
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ