¿Puede existir algo peor que esta “guerra”
Llevamos casi 150 días de confinamiento y cuarentena, palabras que se han convertido cotidianas en nuestro lenguaje. Por las referencias de anteriores pestes, ninguna pandemia fue tan fulminante y de tal magnitud como ésta, que ha recorrido todo el planeta, y continúa empecinada y con el mismo ahínco, extendiéndose hasta llegar a sus últimos rincones.
Este virus nos ha golpeado donde más nos duele: en la prohibición del contacto físico, en vetarnos la relación humana. Estamos viviendo el acontecimiento sin poder asimilar y entenderlo ¿qué realmente está sucediendo? La ciencia está en el ojo de la tormenta, se le exige dar respuestas con una vacuna salvadora o, por lo menos, con un protocolo consensuado, y aún las instancias responsables no han dado la talla.
Ante la posición científica ha surgido, como su antítesis, el “remedio milagroso”, el dióxido de cloro, ingerido por muchas personas. En este contexto la pregunta que queda en el aire es: ¿qué le queda a la gente ante un sistema de salud deficiente y enclenque?, ¿qué nos queda ante un sistema de salud privado oneroso y sacre?, ¿qué nos queda ante la especulación de precios de fármacos e insumos necesarios en el tratamiento de esta peste? ¿Qué nos queda ante una gestión pésima de la emergencia por parte de nuestras autoridades? De manera literal, la gente se muere en las calles y los hospitales han colapsado. Los cementerios y crematorios lo propio. El ataque del virus a las familias tiene efecto dominó. Y, entiéndase, todo sucede a la vez.
Me pregunto ¿cómo el ser humano procesa tanta tragedia? ¿tiene, psicológica y emocionalmente, tanta fortaleza para aceptar semejante destino? El círculo se cierra cada vez más, a diario vivimos el ataque del virus de forma más cercana y sentida, un día es un estudiante, otro un colega, un amigo o un familiar. El virus arremete de manera implacable.
Hace un par de días, sucedió así con Daniel, uno de mis estudiantes, de aproximadamente 23 años. Como cada lunes y jueves, el joven se conectó a la clase en línea, no le he visto aún el rostro, a no ser por una foto que aparece como perfil en la conexión; pero sí he escuchado a lo largo de estos meses sus brillantes intervenciones, hasta que hace un par de días no pudo cumplir con una de las tareas.
Por supuesto que, en este tiempo en el que nos jugamos la vida, he sido permisiva con los estudiantes en el incumplimiento de tareas, lecturas y con Daniel no fue la excepción. Al finalizar la clase el joven necesitaba hablar con alguien. Desde el inicio de la charla supuse que el tema sería que la Covid-19 había llegado a su hogar, y así fue. No era el primer estudiante que presentaba problemas y estaba en afanes debido al virus.
Daniel acababa de enterrar a su mamá día antes, él la recuerda y me cuenta, “hace algunas semanas atrás estaba sanita, y harto la hemos cuidado, no la dejábamos salir, pero alguno de mis hermanos ha tenido que traer el virus”. Primero murió su tía joven, que dejó una niña de tres años, que ahora él y sus hermanos cuidan. En medio del llanto me contó el calvario que pasó para conseguir un médico que acuda a su domicilio, para conseguir sueros y medicinas a precios exorbitantes, y ni qué decir de la odisea para conseguir oxígeno. Por la madrugada, a las 3, fue a recoger el botellón que oxigenaría a su mamá. Le costó llegar a casa, pues ningún vehículo quería trasladar a Daniel y al botellón de oxígeno.
Cuidó a su mamá, tuvo que aprender a inyectarle suero y administrarle oxígeno, porque había resistencia del personal médico a asistirla en su domicilio. Estuve en todas las clases en línea, me dijo, tomaba apuntes y a la vez cuidaba y atendía a mi mamá. Nada pudo hacer Daniel, su mamá falleció. Pero su vía crucis no terminó ahí. El sepelio es otra historia desgarradora.
Debido a la tenacidad del virus, tanto su papá, sus hermanos y él contrajeron la Covid-19. El papá se encuentra también en una situación delicada de salud, no sabe, ni quiere pensar en lo que pasará en los próximos días. Hace unas semanas la vida de Daniel era otra. Hoy, él sigue asistiendo a clases porque quiere demostrar fortaleza, virtud heredada de su madre según me cuenta.
En medio de todo este campo de batalla, opaco y gris, me quedo con la lección de fortaleza de Daniel, quien en palabras de Albert Camus me dio a entender que “no importa lo duro que el mundo empuja contra mí, en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta”.
La autora es socióloga y antropóloga
Columnas de GABRIELA CANEDO VÁSQUEZ