Un niño y un papel
“No he querido saber, pero he sabido…” que Javier Marías ha fallecido de neumonía un día domingo del pasado septiembre. Tras su partida, para mí sorpresiva —no estaba al tanto de que estaba en coma hacía ya un tiempo—, sentí el vacío que uno siente cuando muere un pariente cercano —un tío, un primo mayor, incluso un abuelo—, un amigo íntimo de nuestros padres o un profesor admirado, de los pocos que nos enseñaron algo verdaderamente útil, que deja huella y perdura en el tiempo.
Mientras transito mi proceso de duelo, deseo dedicar esta columna para expresarle mi más sincera gratitud por haber escrito aquellas maravillosas novelas —donde construye y deconstruye vidas aparentemente ordinarias de mujeres inteligentes, calladas e introspectivas, y hombres cultos, ausentes, solitarios, cargados de sombras, abrumados por la culpa y la responsabilidad— en las que me sumergí feliz desde mi temprana juventud, sin que me doliera el tiempo ni la soledad; y también por los más de 900 artículos de opinión que publicó a lo largo de muchos años, señalando aquello que le parecía preocupante, peligroso, injusto o estúpido, sin temor de ir a contracorriente, sin la intención de congraciarse con ninguna persona o institución ni tampoco de excederse y agredir injustamente.
Tiene detractores, como cualquier autor. Sin embargo, es indiscutible su extremo cuidado del lenguaje, su paciencia para elegir cada palabra y componer —confeccionar, más bien— cada oración con el talento y la precisión de aquellos artistas que pintan con humo hermosos paisajes dentro de pequeñas botellas. En un mundo cada día más vulgar, donde la gente maltrata el lenguaje sin piedad en los textos desaliñados, plagados de incorrectas abreviaturas y contracciones y mezclados con emoticones que teclea en el celular, y escupe —delante de sus hijos, tristemente— parlamentos soeces, repletos de muletillas y con exceso de superlativos, destaca aquel escritor-artesano madrileño que corregía sus textos a mano y elaboraba y reelaboraba cada página con una antigua máquina de escribir.
Es también destacable la sobriedad y la coherencia con la que llevó su vida. Rechazó múltiples premios y homenajes de instituciones con las que él no estaba de acuerdo; nunca se transformó en un personaje caprichoso y excéntrico del showbiz —a pesar de su fama internacional, las altas ventas de su obra y ese premio Nobel que varias veces pudo ser pero que finalmente no fue— y mantuvo siempre un perfil bajo, tuvo escasa vida social y un alto sentido crítico que nunca se preocupó por reprimir.
Miró todo con relativismo e ironía, incluido su propio oficio. En su discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos, dijo que siempre le pareció extraño leer y escribir novelas, sumergirse en una narración inventada, dedicar tantas horas y esfuerzo para hacer suceder cosas que no suceden, pensando que aquello podría interesar algún día a alguien. Como dijo R. L. Stevenson: pasarse gran parte de la vida jugando en casa, como un niño con un papel.
Marías falleció afirmando que su obra pasaría a un olvido inmediato. Es probable que tenga razón, dada la velocidad vertiginosa con que el mundo avanza, arrasando con todo, sin ningún cuidado ni selección.
Pero yo no voy a olvidar con facilidad aquel gracioso relato de esas cenas oxonienses donde los profesores, vestidos de toga, sentados en una mesa ubicada sobre una tarima, siguen el ritual de hablar durante un tiempo preestablecido con la persona de su izquierda y luego con la de su derecha —entretanto deben comer su plato—, mientras el warden, un viejo senil con parentescos con la realeza, distraído por el escote —elegante pero sugestivo— de una de las profesoras, emite golpes nerviosos con su martillo, confundiendo a los invitados y también los mozos, que alzan la vajilla antes de tiempo y se chocan entre ellos. Tampoco aquel pasaje donde los traductores simultáneos de un encuentro entre dos mandatarios corrigen y distorsionan las frases que emiten sus traducidos, en una novela con un arranque memorable, celebrado hasta por los más exigentes bibliófilos: “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados”.
Somos muchos los lectores que con sus obras comprendimos mejor al mundo y a nosotros mismos, y pienso que para él, como todo escritor auténtico, aquello es más significativo que alcanzar la posteridad.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE