El huevo de la serpiente
El título que encabeza esta nota es muy conocido desde hace décadas y significa, en líneas generales, que al mal no hay que dejarlo crecer en un país, que se lo debe eliminar antes de que sea peligroso. En Bolivia no liquidamos en sus inicios al “huevo de la serpiente”, se lo dejó desarrollar, surgir como figura política, ofrecerle todas las garantías que otorga la Constitución, y en cuanto mostró los colmillos ya era demasiado tarde, mordió con todo su veneno acumulado.
Hoy Bolivia sufre todas las consecuencias de lo que fue el gobierno de Evo Morales. Ha quedado empobrecida económica, política y moralmente. Morales no esperaba ganar el poder en 2005, no creía que se lo dieran si ganaba. Y cuando triunfó no supo qué hacer y debió echar mano de las personas que le eran más próximas y que no eran, justamente, ni las más experimentadas en cuestiones de Estado, ni las más probas.
No vamos a enumerar todos los errores y horrores cometidos por la administración de Evo Morales, porque sería imposible de recordarlo en una nota breve. Pero, uno de los muchos yerros que tuvo y que llevaron al país al borde del enfrentamiento y al derrumbe de la democracia, fue su ambición desmedida, su afán fraudulento, su esencia siempre lista para engañar. No respetar el referéndum (F-21), doblegar al Tribunal Constitucional para que emitiera un fallo espurio en su favor, empecinarse en que era un “derecho humano” ser candidato cuantas veces quisiera, fueron situaciones que indignaron a la población. Y el sumun, la guinda sobre la torta, fue el fraude que cometió en las elecciones de 2019, cuando burló ir a la segunda vuelta, al balotaje, donde sabía que Carlos Mesa le iba a ganar la presidencia.
Se produjeron grandes manifestaciones de descontento que encabezó corajudamente el entonces presidente del Comité Cívico cruceño, Luis Fernando Camacho; se sublevó el resto de la nación y la Policía; y Morales huyó a México, sin haber oído ni un solo disparo, aunque quejándose de que sabía que habían decidido matarlo. Abandonó el poder, no sin dejar su veneno. Hizo renunciar a la cadena sucesoria en el Parlamento y trató de que el mando del gobierno pasara a manos de los militares para que luego ellos se lo devolvieran y regresara al poder como un héroe. De paso, para dejar su impronta, ordenó a sus partidarios, que se quedaron a defenderlo, que bloquearan los caminos para que poblaciones como La Paz y El Alto, principalmente, se rindieran al hambre. No le importó si morían en el intento.
Morales no logró romper el proceso constitucional, como era su deseo, porque apareció la figura de la senadora Jeanine Áñez, segunda vicepresidente del Senado y entonces legítima sucesora, y ahí se le arruinó todo su plan. Fracasado, optó por decir que en Bolivia se había producido un golpe de Estado. Una mentira falaz que los masistas siguen repitiendo, aunque saben de su falsía hipócrita.
La presidente Áñez gobernó con dificultades, improvisadamente al comienzo, porque el poder la sorprendió. Debió resistir casi medio período de un gobierno azotado por la Covid y también de fuertes denuncias de corrupción, de las que ella fue ajena. Mantuvo una relación democrática con el Parlamento, plagado de masistas, quienes la reconocieron como mandataria constitucional y se aprobaron leyes. Pero cometió el error de candidatear en los comicios que el Gobierno había convocado, y luego desistió de hacerlo, aunque produjo un perjuicio para la oposición. Sin embargo, presidió unas elecciones tan limpias, que, insólitamente, el candidato masista, Arce Catacora, ganó con el 55% de la votación. Seguramente que ningún candidato opositor había triunfado en toda la historia con un margen tan amplio.
Pero Morales, convencido de ser una deidad andina, necesitaba lavarse la cara de tanta cobardía ante el país por haber abandonado a su gente sin luchar ni un solo momento. Entonces, inventó que hubo un golpe de Estado y que los golpistas eran Jeanine Áñez y Luis Fernando Camacho. Ambos, ella y él, hoy están encarcelados, por conveniencia de Morales y por temor e inseguridad de Arce.
Sabemos que la justicia boliviana es desastrosa, pero, en medio de la peste, siempre surge algo higiénico. El Tribunal Cuarto de Sentencia de El Alto, en una decisión irrefutable, ha declinado competencia en el juicio ordinario contra Jeanine, por lo que se derrumba la falacia de la judicatura masista, aturde al Gobierno, y obligará a sus jenízaros togados a buscar nuevas fórmulas jurídicas para no dejar en libertad a Jeanine y así continuar con la farsa del “golpe”. No hacerlo, reconocer que todo fue fraude, significaría el establecimiento de un inmediato juicio de responsabilidades a Morales, que se lo merece, porque fue él quien intentó dar al traste con la democracia. Lo justo sería que Áñez y Morales se vean las caras en Tribunal Supremo de Justicia, en Sucre.
Ahora que Arce se ha dado cuenta de las falsedades sobrenaturales de Evo Morales, ahora que sabe que es un mortal cualquiera y, ni siquiera con mucho coraje, hoy que le cuestiona el poder y se atreve a disputarle hasta la sigla partidaria, podemos esperar que toda la mitología del cocalero se esfume y que sus vasallos lo abandonen y se trasladen del Chapare a La Paz. No será fácil despojarse de casi dos décadas de un nefasto liderazgo, pero lo que suceda en las próximas semanas lo dirá. Ese huevo renaciente de la serpiente tiene que detenerse antes de que ésta vuelva a morder.
La oposición “derechista” se ha hecho notar un poco en la Asamblea últimamente, aunque sin nada realmente destacable. Dos de sus mejores diputadas han llegado a la directiva de la Cámara Baja, aunque los “derechistas” están lejos de dar alguna alternativa de triunfo al país, empezando porque se odian entre ellos mismos. El camino al poder para 2025, salvo un milagro, sigue siendo masista, lo que supone aguantar otros cuantos años más de ineficiencia, avasallamientos, corrupción y el peligro de que del “huevo de la serpiente” surjan lideres violentos que mantengan a la nación con una sensación de estado de guerra. Y, a este paso, Santa Cruz siempre será el plato sabroso y barato para devorar.
Columnas de MANFREDO KEMPFF SUÁREZ