Antonio Mitre: “La minería es parte constitutiva de nuestro ser histórico, pero no es todo lo que somos como país”
Antonio Mitre nació en Oruro, Bolivia, cursó estudios en la Normal Nacional de Cochabamba y obtuvo el doctorado en el Departamento de Historia de la Universidad de Columbia, en Nueva York. De 1978 a 2013, fue profesor del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Federal de Minas Gerais, Brasil. Es autor de obras sobre minería y economía boliviana como: Los patriarcas de la plata (Lima,1981); El monedero de los Andes (La Paz, 1986; México, 2004); Bajo un cielo de estaño (La Paz, 1993) y El enigma de los hornos (La Paz, 1993); y, sobre política boliviana: Nosotros que nos queremos tanto (Santa Cruz de la Sierra, 2008; Santiago de Chile, 2010). Varios de sus ensayos sobre pensamiento social y político latinoamericano fueron reunidos bajo el título El dilema del centauro (Santiago de Chile: 2002). Recientemente publicó un libro sobre el cine en Bolivia: La pantalla indiscreta (Plural, 2019), además de varios relatos breves y crónicas literarias como: El profesor de historia (La Razón, La Paz, 26 de octubre de 2014); Kafka o la incertidumbre de ser en la llajta y Las cuatro estaciones del cine (INTI. Revista de Literatura Hispánica, Providence, 2015 y 2020).
Gonzalo Lema (GL): Parece preocupación reciente para los bolivianos el siglo XIX. Por supuesto que en este siglo se fundó la patria, que sucesivamente numerosos presidentes, caudillos y audaces la gobernaron, y que perdió su condición marítima. ¿Por qué la historia que aprendimos en la escuela y el colegio se concentró tanto en la narración de esos procesos políticos y tan poco en la dimensión económica? ¿Y cuáles fueron las consecuencias de esa falta de equilibrio?
Antonio Mitre (AM): Para responder a tu pregunta que alude al relativo olvido en que, durante mucho tiempo, cayó la historia económica del siglo XIX, creo que sería conveniente retomar la clásica distinción entre los términos “historia”, entendida como todo lo vivido por los hombres, vale decir, el río insondable del cual hablaba Heráclito y la “historiografía” como la labor que encauza una parte de esas aguas, la represa y allí pesca ciertos hechos, los analiza, interpreta y articula en una narrativa que se construye siempre desde un presente, permeado de ideas e ideologías, prejuicios e intenciones de las cuales no está libre el historiador. Sobre esa base, puede afirmarse, con seguridad, que los historiadores del siglo XIX y hasta muy entrado el siglo XX estuvieron más interesados en “pescar” –recordar– acontecimientos políticos sin preocuparse por elucidar el asidero material en que se sustentaban, aunque siempre hubo excepciones importantes. Esa propensión deriva, en gran parte, de los fundamentos teóricos o ideológicos en que se apoya ese tipo de historiografía, inspirada en su mayor parte en la “escuela científica”, fundada por Momsen, Niebuhr y von Ranke, y como, en muchos casos, nace de las exigencias del proceso de formación de los Estados-nación, se dedica a la penosa tarea de crear ídolos que serán luego descabezados. Ella confiere supremacía a los hechos singulares, carece de pretensiones nomológicas, es decir, no busca regularidades, sino que, al contrario, relieva lo individual antes que lo social, se concentra en los sucesos políticos y suele establecer sus marcos cronológicos a partir de la vigencia de reinados o mandatos presidenciales.Predomina en ella el afán de descubrir y describir hechos en menoscabo de la explicación de sus causas, albergando la esperanza de que, una vez desenterradas “todas” las piezas, el rompecabezas se armará solito.Bajo esa óptica, la historia del siglo XIX fue contada en Bolivia, al igual que en otras partes, como una sucesión de acontecimientos, unas veces heroicos, otras veces sórdidos, pero casi siempre rocambolescos, hilvanados bajo la trama de revoluciones, asonadas palaciegas y guerras civiles, desatadas por caudillos militares y civiles, más o menos modernizadores, en tanto el estudio de la dinámica social y económica era relegado a un segundo plano. Sucede así, por ejemplo, con la minería boliviana –columna vertebral del sistema económico decimonónico– que brilla por su ausencia o aparece en la penumbra en la historiografía de la época, lo cual no deja de sorprender habida cuenta de que durante la segunda mitad del siglo XIX la producción argentífera de Bolivia llegó a ocupar el segundo lugar en el mercado mundial y fue responsable del 70% de las exportaciones del país. Aún más, hechos cruciales de la historia nacional, como la Guerra del Pacífico, tuvieron que ver, no sólo con la trama del guano y del salitre, sino también con la explotación argentífera en Atacama, donde sobresale el auge fugaz, pero decisivo de Caracoles, cuyos yacimientos fueron explotados mayormente por chilenos en una espiral de agio y especulación bursátil que tuvo como escenario las bolsas de Santiago y Valparaíso. De hecho, el avance económico que precedió a la conquista militar del territorio donde se hallaba ese y otros yacimientos representó el inicio de un ciclo de expansión de los intereses del Mapocho que continuó muy luego en Corocoro, luego en Huanchaca hasta alcanzar, en las primeras décadas del siglo XX, el corazón mismo de la minería estañífera–malgré la academia de la lengua que no reconoce el adjetivo y exige que se diga estannífero.La ausencia de esa plataforma económica, indisociable de la esfera política, dejó sin asidero la comprensión de la dinámica social del periodo. Afortunadamente, la historiografía tradicional, dominante hasta hace poco y que dejó una huella profunda en los manuales escolares y, por ende, en la memoria colectiva de varias generaciones, ha sido cuestionada y sus vacíos han sido mitigados. Hoy la producción historiográfica relativa al siglo XIX, en sus distintas facetas económicas (financiera, fiscal, agraria, comercial y minera), es abundante gracias a la labor de historiadores tanto nacionales como extranjeros. En el ámbito latinoamericano, el cambio de orientación se produjo en los años 50 y 60 bajo el influjo del marxismo, de la escuela francesa de los Annales, de la New Economic History y de las teorías del desarrollo y de la dependencia. Sin embargo, la crisis de los llamados paradigmas clásicos, que se instaló alrededor de los años 80, transformó el panorama en menoscabo de las concepciones sistémicas y totalizadoras. Respecto a la historiografía boliviana, no sabría decir si la enorme fragmentación y especialización de la producción actual representa una barrera insuperable a las pretensiones de elaborar síntesis o interpretaciones “holísticas”, al estilo de las que plasman en obras clásicas como las de Alcides Arguedas, Sergio Almaraz o René Zavaleta Mercado. En todo caso, subsiste el desafío de incorporar ese rico bagaje no sólo en el debate sobre los rumbos del quehacer historiográfico, sino también en la elaboración de los textos escolares.
GL: Retomando el tema de la economía minera, ¿qué papel tuvieron en el auge argentífero del siglo XIX el capital extranjero y la introducción de nuevas tecnologías? ¿Y cuál fue el impacto de ese proceso sobre el espacio articulado en torno a Potosí? ¿Es posible, estimado Antonio, que tú nos narres lo que sucedió y en qué condiciones llegamos al siglo XX?
AM: Las cuestiones que propones son complejas. Trataré de identificar algunas coordenadas importantes que permitan esbozar, si no respuestas, al menos un camino para alcanzarlas. En primer lugar, cabe apuntar que la recuperación de la minería boliviana en el siglo XIX fue financiadainicialmente con capitales nacionales y que la primera fase de la modernización de la industria, sobre todo en el sector metalúrgico, contó con el concurso deingenieros y técnicos extranjeros contratados por la nueva élite minera del país. Sin embargo, esos recursos no fueron suficientes para enfrentar los desafíos derivados del empobrecimiento de los minerales y de un mercado crecientemente competitivo. Era necesario inyectar nuevos capitales para profundizar la modernización del sector. Fue, entonces, que algunos mineros, que ya mantenían vínculos comerciales y sociales con empresarios chilenos, salieron en campaña para captar recursos del espacio regional organizado por las bolsas de Santiago y Valparaíso. Los capitales, reunidos a través de la venta de acciones o de préstamos, fueron aplicados fundamentalmente en la infraestructura de transporte y en la expansión de la capacidad extractiva de algunas empresas como, por ejemplo, la Compañía Huanchaca –la más importante en aquella época. Esa corriente de inversiones (chilenas, francesas y británicas, sobre todo) fue precedida por una larga lucha política cuyo corolario fue la abolición del monopolio fiscal y la eliminación y conversión de la moneda feble, en 1872 –vale decir dos sustentáculos del espacio mercantil tradicional– y por la implementación de políticas liberales en los ramos fiscal, comercial y financiero. La conclusión del ferrocarril de Antofagasta al interior minero (1889), además de reducir los gastos del transporte, posibilitó la exportación masiva de mineral bruto, responsable por el auge argentífero de las últimas décadas del siglo, pero, al mismo tiempo, desestimuló las operaciones en las plantas de beneficio. El comercio ultramarino, que tradicionalmente se canalizaba por el puerto de Arica y secundariamente por el de Buenos Aires, se trasladó al puerto de Antofagasta y una variada gama de productos agrícolas e industriales importados consiguió competir con ventaja sobre la producción local, la cual, sin incentivos fiscales, se vio gravemente afectada en varios rubros. Las consecuencias de ese proceso fueron profundas y ambivalentes. Cualitativamente, se fortaleció el circuito mina-puerto de exportación, provocando la crisis del antiguo sistema regional y de los grupos sociales vinculados al mismo. La especialización del sector minero ocasionó la decadencia de la industria metalúrgica y quebró la antigua unidad del complejo mina/establecimiento de beneficio. Al desatarse la crisis de los precios internacionales de la plata, una parte importante de los capitales acumulados por la oligarquía minera del país durante la fase de auge, lejos de dinamizar algún ramo de la industria nacional. revirtió a la tierra, alentando la expansión latifundista y reforzando el patrón feudal de la economía boliviana. Distinta fue la suerte de los capitalistaschilenos que, apuntalados por el brazo político del Estado y por la pujanza de sus instituciones comerciales y financieras, consiguió expandirse, de modo que, cuando la crisis del metal noble parecía haber decretado el fin de una era, el interés por el “metal del diablo” revitalizó las bolsas del país vecino y promovió la formación de nuevas compañías, prolongando el influjo económico del Pacífico sobre la minería boliviana por lo menos hasta la década de 1920.
GL: La expansión sin tregua del capital internacional nos bautizó, casi para siempre, como “país minero”. Esa lectura exterior fue fundamental a la hora de auto definirnos. Ahora entendemos mejor cuanto sucedió: el capitalismo creciente nos asignó ese rol pese a que nuestra principal actividad económica fue siempre la agricultura. En un rápido salto al siglo XXI, ¿cómo se percibe el boliviano actual a sí mismo? ¿Minero? ¿Agroindustrial? ¿Emprendedor?
AM: Pienso que toda identidad, sea individual o colectiva, es fruto, en gran medida, de un proceso histórico, aunque suele presentarse de forma naturalizada como si estuviese constituida desde siempre. Es, pues, tarea de historiadores desentrañar la génesis, trayectoria y carga coactiva de esas camisas de fuerza, de modo que puedan ser entendidas como vestiduras temporales, con frecuencia superpuestas y jerárquicamente distribuidas. Entonces, se trata de mostrar que la imagen de Bolivia como país esencialmente minero no fue un destino elegido por sus habitantes, sino más bien, como apuntas, un papel heredado del pasado colonial cuando la región se conectó, a través de la exportación de metales, con un proceso de alcance mundial: la génesis y expansión del capitalismo. Si bien es cierto que la minería ha sido, a lo largo de las épocas colonial y republicana, una suerte de locomotora de la economía andina, capaz de impactar y provocar efectos en cadena en varios sectores (comercial, agrario, manufacturero, fiscal y financiero), eso no significa que haya sometido al conjunto de la dinámica social a sus designios. En suma, la minería es, sin duda, parte constitutiva de nuestro ser histórico, pero no es todo lo que somos como país. Tanto es así que, a lo largo de la historia republicana, la tesis de país minero fue enfrentada intermitentemente por concepciones que veían en la agricultura un destino más promisorio para la nación. El objetivo de esas contrapropuestas era librar al país de su histórica dependencia de la actividad minera y, al mismo tiempo, cambiar la imagen cultural de Bolivia asociada a la ancestral plataforma que había relegado a la condición de periferia a las provincias alejadas del núcleo andino. Bajo el influjo de esas concepciones, el mito de El Dorado, de viejas raíces, se revistió de “orientalismo”, vale decir, la idea de que el futuro del país yacía en los arcanos de la selva y de los llanos. La travesía republicana hacia la tierra prometida se inició en las primeras décadas del siglo con las expediciones y proyectos de navegación de los ríos que se dirigen al Atlántico, pero fue, paradójicamente, la Revolución de 1952 que, con la reforma agraria, abrió las puertas de Canaán para la migración de capitales y de personas originarias de las tierras altas, las cuales, junto con las poblaciones del lugar y las que llegaron del Japón y de otras partes, promovieron el desarrollo de la región.Sin embargo, en los niveles cultural y político, el clivaje regional (oriente/occidente), revestido de conflicto étnico (kollas/ cambas), no desapareció del horizonte y volvió a sacar sus uñas en la época en que el país se dividió entre los departamentos de la altura y los que conformaban la llamada media luna, aunque esa dicotomía no dejaba de ser la expresión de un mismo sistema de dominación social sobre las poblaciones indígenas de ambas regiones.
La crisis de la minería, o del modelo primario exportador, fusionó, en distintos momentos, los clivajes mencionados e hizo que la construcción de la imagen colectiva de la nación, vale decir de los elementos psicosociales y simbólicos que la representan, se convirtiera en objeto de luchas políticas intensas, lo cual denota, en parte, la incapacidad del Estado de promover un ideal de nación, exento de contenidos excluyentes, sea de carácter étnico o regional. En esa línea, cabe traer a cuento el hecho que, al contrario de lo que sucedió en México y Brasil, donde el discurso oficial legitimó el carácter fundamentalmente mestizo de sus pueblos, en Bolivia los grupos en el poder no alentaron históricamente la mezcla o el hibridismo, sino que lo asociaron a toda suerte de bastardías y lo disociaron de la identidad colectiva del país. Tampoco la doctrina declaradamente antioligárquica del Movimiento Nacionalista Revolucionario, partido que asumió el poder en 1952, consiguió modificar esa situación, ni tampoco tuvo esa intención el régimen indigenista reciente. Termino estos comentarios citando a José Martí que, en un bello texto (“Mi raza”), dice: “El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos...Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o acorrala es un pecado contra la humanidad”. ¡Qué lejos estamos de ese ideal, tanto en Bolivia como en todas partes!
GL: Si me atrevo a dar un paso más en este diálogo, debería preguntarte algo elemental para los especialistas: ¿Cuáles fueron los factores que explican la transición de la plata al estaño? Al mismo tiempo, el desarrollo de esta última industria ¿tropezó con la calidad del mineral? Más aún: ¿Las condiciones de transporte del área minera a puertos fue favorecida por el ferrocarril?
AM: La pregunta no es tan elemental, mi querido Gonzalo, ni siquiera para el especialista que, si bien cuenta con más huellas que Santiago Blanco para resolver sus casos, le falta, muchas veces, la imaginación de que hace gala el famoso detective a la hora de juntar los pedazos y elucidar lo sucedido. Tal vez por eso mismo, cualquier respuesta sobre la transición de la plata al estaño (1889-1905) tendrá que resignarse a ser tentativa porque, pese a lo mucho que ya se conoce, todavía existen grandes espacios inexplorados. Con relación a la variable externa, no hay duda de que la fuerte baja del precio internacional de la plata, a fines del siglo XIX, tendió a desestimular la producción y exportación argentífera, al mismo tiempo que la expansión de la demanda de estaño por parte de los países industriales aún no se reflejaba en las cotizaciones que permanecieron deprimidas. Fue, bajo esa coyuntura de signos cruzados, que el metal del diablo comenzó a levantar vuelo, agarrado a las faldas de la plata. El impacto del maridaje fue complejo y, en cierta medida, paradójico. Ya dijimos antes que el ferrocarril fue crucial en el auge argentífero porque permitió la comercialización masiva de minerales de plata y, en consecuencia, la reducción de las tarifas del transporte. La existencia de esa infraestructura explica, en parte, el súbito impulso de las exportaciones de estaño boliviano sin que mediara ningún cambio importante a nivel de la estructura productiva. Sin embargo, las empresas mineras no se beneficiaron por igual ni reaccionaron de la misma manera ante esa situación que, por un lado, amenazaba liquidarlas y, por otro, les ofrecía una sobrevida. Las estrategias desarrolladas para enfrentar el desafíovariaron según las condiciones de los distritos mineros. Los testimonios finiseculares nos permiten vislumbrar la complejidad del escenario minero e identificar contrastes significativos. Si bien el panorama se mostraba desolador por el número de minas abandonadas o a punto de serlo, hubo algunos centros que no sólo consiguieron mitigar los efectos de la crisis argentífera, sino que crecieron, combinando la produccióny comercialización de ambos metales, otros yacimientos, prácticamente olvidados durante el apogeo del siglo XIX, cobraron nueva vida y se convirtieron en importantes productores de estaño; tampoco faltaron distritos que experimentaron una suerte de renacimiento argentíferoy hasta la economía de la Villa Imperial, deprimida durante el auge de la plata, llegó a repuntar,gracias, sobre todo, al empuje de la actividad metalúrgica, ahora puesta al servicio también de la producción estañífera. En fin, ¿cómo dar cuenta de situaciones tan diversas? Al llegar a esa encrucijada, el historiador puede bajar la mirada aduciendo que cada caso es un caso, y detallar cómo se combinaron en un distrito específico, o en una determinada empresa minera, la multitud de factores que inciden en las operaciones mineras (precios, tipo y calidad de los minerales, costos del transporte, capital, fuerza de trabajo, política fiscal), o puede levantar la vista arriba del horizonte y tratar de establecer jerarquías entre los distintos elementos, concentrándose en aquellos cuya combinación sea capaz de dar cuenta del mayor número de situaciones. Es decir, puede inspirarse en la navaja de Ockham a modo de identificar pocas variables que consigan explicar un gran número de casos, un peldaño en la ascensión hacia el ideal nomológico del que hablamos antes.
Huelga decir que la transición se dio en todas las regiones sobre la base tecnológica heredada del auge argentífero en los sectores extractivo y metalúrgico, y cuando los precios internacionales del estaño registraban niveles bajos debido a la depresión económica por la que atravesaban los países industrializados, vale decir, los grandes consumidores de dicho metal. Bajo esos presupuestos, y después de recorrer un vasto territorio de datos empíricos, me aventuré a proponer dos factores que, conjugados, explican la dinámica de la transición (1889-1905):la ley promedio del mineral y las condiciones de acceso al transporte ferroviario. A partir de esa estructura mínima me fue posible explicar, no sólo el comportamiento global de la curva de producción de ambos metales y sus oscilaciones, sino también las diferencias que se verifican entre los distritos mineros. Y, al hacerlo, elucidar paradojas tales como la de las empresas “Socavón de la Virgen” y “San José”, de Oruro, las cuales, con el ferrocarril a sus puertas (1892) y considerables volúmenes de desmontes o llampus de estaño en sus canchas, no consiguieron incrementar sus exportaciones de ese metal y continuaron sujetos, por mucho más tiempo, a las vicisitudes de la plata.
En cambio, otros distritos argentíferos, como Chorolque y Cerro Rico de Potosí, con minerales de ley relativamente baja y cuya comercialización exigía que se recorriese enormes distancias en animales de carga hasta alcanzar la estación más próxima de la línea férrea, se dispararon y fueron responsables de 36% del total de las exportaciones de estaño en la fase de transición. A mediano plazo, el crecimiento de la industria estañífera dependió de la capacidad de transformar las técnicas de extracción y procesamiento de modo de obtener los beneficios de las economías de escala. Entonces, la capacidad de inyectar nuevos capitales en las distintas fases del proceso productivo pasó a ser la variable decisiva. Desde un punto de vista estructural, el tránsito de la plata al estaño prolongó tendencias seculares, pero también propició cambios significativos. Con relación al primer aspecto, la industria del estaño continuó desempeñando el papel de vínculo fundamental con el sistema capitalista mundial, pero esta vez, trascendiendo el espacio regional del Pacífico y conectándose directamente con las matrices metropolitanas. Bajo esa orientación, Bolivia se incorporó a la órbita de influencia de Estados Unidos que pasó a tener un peso enorme en la trayectoria económica, política y cultural del país, sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial. Otro aspecto que se intensificó fue la dependencia económica del país de la exportación de un único producto, comercializado bajo la forma de mineral bruto o semiprocesado, mientras que los proyectos de establecer una planta de fundición, dentro del país –segundo productor de estaño en el mundo en aquella época– se quedaron en el tintero hasta la segunda mitad del siglo XX. La concentración de la estructura productiva en pocas empresas fue una característica común a ambos sistemas mineros. Pese a todo, los efectos en cadena, tanto retrospectivos como prospectivos, desencadenados por la minería estañífera fueron mucho más amplios que los propiciados por la explotación argentífera. En el campo social, la industria del estaño sentó las bases para el surgimiento del proletariado que rápidamente se convirtió en un actor político de primer orden.
GL: En “Bajo un cielo de estaño” (1993, precioso título) se indica que entre los años 1905-1919 fluyen inversiones extranjeras atraídas por retornos altos y poco riesgo. Esto, que parece sencillo de ser comprendido, no funciona tan elementalmente. Tú indicas que esta minería creó “Patiños”, pero destruyó naciones. ¿Es posible que nos desentrañes sus vericuetos? ¿Qué acechaba en la profundidad del socavón?
AM: Qué bien que te gustó el título de ese libro, lo saqué del poema “Nocturno”, de Gabriela Mistral, concretamente de la penúltima estrofa que no resisto de ponerla aquí, tal vez porque exuda la pesadumbre de estos días de encierro:
Ha venido el cansancio infinito
a clavarse en mis ojos, al fin:
el cansancio del día que muere
y el del alba que debe venir;
¡el cansancio del cielo de estaño
y el cansancio del cielo de añil!
Pero vamos al contenido de tus indagaciones.Es cierto que en el período al cual te refieres se produjo una nueva corriente de inversiones en la minería boliviana, motivada por la elevación de los precios internacionales del estaño y la expectativa de lucros a corto plazo. El capital que fluyó entonces provenía de la misma matriz financiera y comercial que había impulsado, en Chile, la expansión al norte –la conquista del desierto– con el objeto de explotar y comercializar varios productos (guano, salitre, plata, cobre) que se hallaban en territorios chileno y boliviano. Fue precisamente en las bolsas de Santiago y Valparaíso, –epicentro del capitalismo periférico de la época– donde, al comenzar el siglo XX, se formaron muchas compañías de acciones –la mayoría promovida por empresarios chilenos, pero también ingleses, alemanes, franceses y bolivianos– esta vez con miras a explotar yacimientos estañíferos. Simbólicamente, ese proceso comenzó, en 1906, con la histórica compra de la “Compañía Llallagua”, de Pastor Sainz.Por la misma época, capitalistas chilenos compraron las propiedades de la antigua “Compañía Guadalupe” y, sobre esa base, organizaron la “Compañía Minera y Agrícola de Oploca”. Un año más tarde, el Banco Industrial de Chile adquirió los derechos de la “Compañía Minera San José de Oruro”, que pertenecía a Severo Fernández Alonso y Mariano Penny. Esa tendencia continuó en la década siguiente y se exacerbó durante la Primera Mundial, cuando se formaron nuevas empresas, con capitales chilenos, como la “Sociedad Fortuna de Colquiri” y la “Empresa de Estaño de Araca”, y se reorganizaron otras, como la “Compañía Minera El Porvenir de Huanuni”. El mecanismo de esa expansión reiteraba una pauta de antiguas raíces: el dominio del capital comercial y financiero sobre el sector productivo, especialmente con relación a los mineros chicos que, en los momentos de crisis, sin condiciones de pagar sus deudas a habilitadores, bancos o casas comerciales. Se veían obligados a transferir sus propiedades. En otros casos, la iniciativa partió de ingenieros o catadores dedicados a localizar yacimientos que sirviesen de base para la formación de compañías cuyas acciones serían luego negociadas en las bolsas de Santiago y Valparaíso. Sin embargo, no todo el capital reunido y declarado por esas operaciones correspondía al valor real de las propiedades y, en varios casos, la valorización extraordinaria de sus acciones era fruto de maquinaciones especulativas en la esfera bursátil. Aunque hubo sí un puñado de firmas que, de hecho, inyectaron capitales y modernizaron las operaciones extractivas en minas e ingenios, dotándolos de energía eléctrica, máquinas perforadoras de aire comprimido, tranvías, cable aéreo para el transporte de los minerales que aumentaron sensiblemente la capacidad de empresas como la “Compañía Estañífera de Llallagua”. Poco antes de que Patiño diera el golpe maestro que lo llevaría a controlar esa empresa, las compañías chilenas, organizadas en aquel país, representaban 38% de la producción nacional de estaño y cerca de 26% del capital extranjero invertido en dicha actividad. Pero no se piense que el triunfo de Patiño significó el avance de los intereses nacionales. No, Patiño, como Arce, guardadas las debidas proporciones y circunstancias históricas, fueron ante todo empresarios capitalistas y su lógica fue la de sustentar sus negocios, el uno, apoyándose en la plataforma financiera y mercantil del espacio regional del Pacífico, y el otro, trascendiéndolo para conectarse directamente con la matriz del capitalismo central. En 1925, cuando el “rey del estaño ya había conseguido desalojar a los intereses chilenos del sector, las empresas registradas en el extranjero, incluida la “Patiño Mines”, poseían 74% del capital de giro y eran responsables del 84% del estaño producido en Bolivia. Esa configuración responde, sustantivamente, a la segunda parte de tu pregunta: una enorme proporción de la riqueza generada por las exportaciones de estaño salió del país como remuneración a accionistasextranjeros y , en cuanto, el “rey del estaño”, por un golpe de suerte (La Salvadora), sumado a mucho olfato y talento empresarial, consiguió erguir un imperio diversificando sus intereses en el exterior, el conjunto de la economía boliviana, dependiente excesivamente de la exportación de un producto, quedó expuesta a las oscilaciones de los precios y, en última instancia, a los ciclos económicos de los países industriales que son los grandes consumidores del metal.
GL: Otro libro tuyo, “El monedero de los Andes” (1986), que fue el primero que leí atraído por el título y por el subtítulo: “Región económica y moneda boliviana en el siglo XIX”, narra el carácter articulador que tuvo el peso feble acuñado en la Casa de Moneda en tres países: Bolivia, Perú y Argentina. Sin embargo, su importancia se extendió, al parecer, a otros países, inclusive al Brasil... Cedo a la tentación de citarte: “El reconocimiento de la historia regional que durante el siglo XIX discurre sobre un espacio que no se agota en la trama de los estados nacionales y por donde circula un personaje importante: la moneda boliviana”. La delimitación de las repúblicas terminó por aniquilar esta región económica que, en sí misma, parecía un país...
AM: Me referiré a esas indagaciones recalcando dos conceptos esenciales de la propuesta teórica y metodológica subyacente al libro citado. Primero, la hipótesis de que la unidad Estado-Nación, usada como encuadre exclusivo en el análisis de la dinámica económica de la primera mitad del siglo XIX, lejos de aclararla, la obnubila. En segundo lugar, ese recorte no sólo determina o restringe el espacio donde los historiadores buscan las huellas de los procesos que investigan, sino que los lleva a entender las relaciones entre las esferas política y económica a partir de los presupuestos de las teorías relativas a la formación del Estado-Nación dentro del sistema capitalista. Eso sucede tanto en los trabajos que adoptan una visión marxista, como en los de inspiración liberal. El desafío era, entonces, romper con la camisa de fuerza representada por el marco convencional para dar cuenta de una situación singular: la dinámica del espacio mercantil de origen colonial que, a partir de la creación de las nuevas repúblicas, estuvo sujeta a las determinaciones de las políticas económicas emanadas de los distintos Estados que se atribuían jurisdicción sobre una parte de la región. Munido de esas ideas, analicé el papel que cumplió la política monetaria boliviana –apuntalada durante una larga fase por el monopolio fiscal sobre la compra de pastas y minerales de plata y la emisión de moneda feble (1830-1872)– en el enlace de los circuitos comerciales entre varios puntos del sur peruano (Moquegua, Puno, Cuzco, Tacna y Arequipa), norte argentino (Tucumán, Salta y Jujuy), y de lugares tan distantes del núcleo altoperuano como Cuiabá, en Brasil. Bajo esa óptica, fue posible elucidar las razones y el sentido de la lucha política entre los adeptos al librecambio y los que defendían el proteccionismo, así como la permanencia de algunos institutos de raigambre colonial. Finalmente, cabe señalar que las tensiones derivadas de las políticas adoptadas por los gobiernos de la región y la vigencia del espacio económico supranacional se resolvieron, a mediados de siglo XIX, a favor de los intereses conectados a los mercados ultramarinos. Las reformas liberales, decretadas e implementadas en todos los Estados por aquella época, aceleraron el colapso del antiguo sistema mercantil. Cabe señalar, finalmente, que la adopción de esa perspectiva supraestatal ha estimulado, hace ya algún tiempo, una vasta producción sobre los circuitos mercantiles durante las primeras décadas de la República, enriqueciendo, así, el conocimiento de la historia regional de Bolivia, Argentina y Perú.
GL: Entre tus trabajos posteriores a los libros sobre la minería boliviana hay algunos que tratan de los procesos políticos durante la llamada tercera ola democrática. Para no quedarnos en el pasado, y a modo de corolario de esta entrevista, te pregunto: ¿Cómo ves el panorama político latinoamericano actual?
AM: Con mucho pesimismo y preocupación. Es como si se hubiese vuelto al principio para revivir la pesadilla del eterno retorno, el horror de otra pandemia. Si parece que ayer nomás estábamos festejando la pleamar de la democracia, el repliegue de los militares a sus cuarteles en obediencia a la constitución, y, entonces, era animador observar cómo varios Estados del Sur abdicaban del servilismo de otrora e implementaban políticas exteriores más autónomas. Hasta comenzamos a creer que era posible reducir la pobreza y las desigualdades sociales, aunque fuese paulatinamente, avanzar en la universalización de derechos ya existentes e instituir otros en múltiples dimensiones. En fin, parecía que la larga noche marcada por la represión y las persecuciones políticas había quedado atrás, que las dictaduras, otrora indoctrinadas y armadas por el Gran Hermano para la defensa de la Civilización Cristiana Occidental, eran página vencida. Organizar países más dignos y justos era un proyecto loable y urgente que había que aplaudir. Sin embargo, la sombra del pasado habló más fuerte, y muchas de las democracias, instaladas hacía poco, se empeñaron en convertir rápidamente el principio de mayoría en carta blanca para eliminar el disenso y retornar a la práctica nefasta de identificar a la nación con sus propios partidos o movimientos. No fueron pocos los gobernantes que, seducidos y trastornados por el poder, y sin nunca haber considerado la paideia platónica como antídoto efectivo, hicieron de todo para perpetuarse, en cuanto el barco hacía aguas y la tercera ola comenzaba a encresparse mar adentro. Y fíjate, querido Gonzalo, que, en un abrir y cerrar de ojos, la nave se volcó y lo que se constata ahora son gobiernos, de derecha y de izquierda, tratando de equilibrarse agarrados a la bota de jefes militares. o de milicianos, para no naufragar. Asombra ver que, entre los de última (de)generación, unos elegidos por el voto popular, otros caídos del cielo, entre ellos hay varios que emergieron con la Biblia en la mano, marchando sobre las aguas a paso de ganso. Tan inusitada irrupción de lo sagrado en el escenario político se debe a la expansión de una gama de grupos cristianos fundamentalistas que se asemejan en la promoción de visiones escatológicas fuertemente conservadoras y autoritarias, así como en la fobia visceral que exudan delante de cualquier idea, persona, cosa o espectro que les recuerde la palabra socialismo o comunismo. Todo indica que el lento proceso de evangelización de la política, perpetrado en las últimas décadas desde el púlpito, la radio y otros medios, tuvo considerable poder de convocatoria y profundo impacto entre todos los segmentos de la población, particularmente urbana. La emergencia de una doctrina que, contrariamente al ideario liberal, funde religión y política, ha convertido parlamentos y otras instituciones cívicas y civiles en espacios donde debe librarse la guerra santa, trabando, de ese modo, la interlocución racional y la conciliación de intereses conflictivos, vale decir, los fundamentos de la democracia. Ese discurso, proyectado desde la cima por predicadores, presidentes y creyentes de toda laya, puede no estar en el epicentro de la crisis actual, pero, ciertamente, resuena en los gabinetes ministeriales, congresos, ejércitos, partidos, cofradías de activistas, canales de televisión y casas de familia de varios países. En la agenda internacional de esos grupos, que ya constituyen una base importante de sustentación de varios gobiernos latinoamericanos, está el alineamiento automático con la política exterior estadunidense, cuya agenda incluye, además de objetivos económicos e intenciones rapaces, el traslado de las embajadas de Tel Aviv a Jerusalén, con lo cual estaría santificada la ocupación del Paraíso y entronizado el modelo de estado teocrático que se armó primero en aquel país del Medio Oriente y luego pasó a ser el mantra de las roscas y rosquillas del Extremo Occidente y –fíjate– sin perder por ello el certificado de democráticos. Menciono estos hechos para registrar el nivel a que llegó la política bajo la égida de Trump y sus tramposos de la derecha fanática. Y así fue como, al día siguiente de encaramarse en el poder, esos gobiernos corrieron a izar banderas de Estados Unidos e Israel y a romper vínculos con países y organizaciones socialistas y con todo lo que se les antojaba ser el origen del mal absoluto, usando cínicamente la Biblia como un barbijo o, mejor, como una burka para esconder sus matufias y falta de vergüenza. Y mientras allá y en otras partes la gente aún discute acaloradamente si lo que sucedió fue o no un golpe, aquí ya se escucha nítidamente un rumor de botas en el horizonte. Y ahora pregunto yo, Gonzalo: ¿Será que alguna vez se descubrirá una vacuna contra ese virus?