La soledad
Aristóteles dijo que el hombre es sociable por naturaleza, aunque parece que es más bien por necesidad.
Desde que apareció en la faz de la Tierra, el humano vivió solo, su debilidad le hizo aprender a vivir con los demás. Cuando se encontraba con otro, la desconfianza reinaba entre ambos, se tocaban las manos, se palpaban asegurándose de estar desprovistos de arma contundente.
Desde ese tiempo, la gente hoy se saluda estrechándose las manos con sinceridad o con hipocresía, quizás flotando en su subconsciente la certeza de que el hombre es el lobo del hombre, tal como dijo Hobbes, o quizá esa natural soledad simplemente se encierra en la fórmula de Pitigrilli, “Estimo mucho a las personas que no conozco; de aquí que no trate de conocer a nadie” porque, como dice Byron: “Apartarse de los hombres no significa odiarlos”, ya que según Cajal: “O se tienen muchas ideas y pocos amigos, o muchos amigos y pocas ideas”.
Entonces parece que por naturaleza el hombre es más bien un ser solitario, de ahí la existencia de la encarnecida lucha por la vida y también la llamada privacidad de las personas, ese rincón del alma que guarda secretos conocidos por él solo y que no los transmite ni en la hora de su muerte. Todos mueren con algún secreto no contado, es su exclusividad, es su naturaleza.
El hombre después de ser amamantado por la madre vive en soledad interna, lo social es una suplencia, quizá sólo vital y reproductiva, él solo sabe sobre él y por eso se dice que hay compañías que no quitan la soledad, podrá estar acompañado por alguien o por muchos, pero su alma no. En reunión social, ríe, baila, grita y su visión parece convertirse en un carrusel interno, todo da vueltas, está ebrio en su locura porque en el fondo está solo, él piensa ser todo, por eso goza, pero lo trágico es que ni él mismo sabe quién es y nunca lo sabrá, pero cree conocerse.
Está tan consigo mismo que luego de mucho tiempo se encuentra con alguien al que le dice “discúlpeme que no lo haya reconocido… es que he cambiado tanto”, el mundo le parece que es sólo él, si ese mundo aún existe tal como cuenta Thomas Bailey: “Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”. ¿Quién será? ¿Será ella misma? ¿Es su alma? ¿Está sola? ¿Siempre lo estuvo? ¿Está aún en este mundo? Lo único que sabemos es que está heladamente sola.
Columnas de GONZALO PEÑARANDA TAIDA