El país y la navaja
Es ley universal: cuando bajas la guardia, el azar no espera permiso para plantarte una bofetada como la de Brigitte Macron a su marido en Vietnam. Esta vez fue mi turno: mi rasuradora eléctrica murió en pleno derrumbe económico nacional. Como una nueva cuesta lo que hace un año valía una motocicleta, opté por una afeitadora manual, pese al resquemor que me persigue desde niño por culpa del cine y las escenas-cliché donde los personajes se cortan al afeitarse.
Ahí estaba yo, librando un duelo con mi cuchilla frente al espejo, con el último mensaje presidencial de fondo: Lucho y sus ministros, plantados como pistoleros de feria, anunciaban 11 medidas contra las múltiples crisis.
Arce se convirtió en un holograma, pensé, aplicando hielo a mis mejillas que ardían como acero fundido. Una figura transparente que todos atravesamos sin notar. Su discurso no pesa más que un suspiro. No ocupa espacio. Es un globo de helio que un niño suelta en el parque, asciende sin rumbo y se esfuma en el cielo gris.
Sus ministros son también fantasmas. El de Hidrocarburos, en particular, se ha reducido a cuentacuentos de guardería, describiendo una “normalidad” que nadie reconoce, alejadísima de esta realidad de pesadilla con colas de 12 horas para cargar gasolina, sin baños a la vista, donde debemos permanecer alertas para que no se nos cuelen los muchos pillos que merodean por las filas como moscas verdes.
Mi lavadora también reventó. Hoy comprar una equivale a un departamento de dos habitaciones. Tres técnicos vinieron en mi auxilio: el primero quemó un repuesto, el segundo exigió pago por “diagnóstico”, el tercero no me inspiró confianza porque tenía la retórica primitiva del candidato a vicepresidente de Dunn.
Mientras esperaba al cuarto –que nunca llegó–, leí en la prensa que, a sus 25 años, Rafael Arce –hijo del presidente/holograma–, compró en 3,3 millones de dólares (¿?) un terrenazo para el agro y lo incendió sin cumplir el decreto de pausa ambiental (¡!). Para coronar el esperpento, el ministro de Obras Públicas –ese burdo bailarín de TikTok– intentó marear a la opinión pública al comparar al príncipe plurinacional con Henry Ford, Larry Page y Steve Jobs.
La ruina de artefactos y electrodomésticos coincidió con las vacaciones –que más parecieron una evasión diplomática– de las abuelas de la familia. Mi mamá huyó a China y mi suegra se asiló en el EEUU del hostil Trump, ahora a la cabeza de una brutal arremetida contra Harvard–, dejando a dos nietas huérfanas de magia doméstica. Las niñas pasaron varias semanas sin los juegos locos de su Abi ni las masitas de su Abu, mientras mi esposa y yo improvisábamos como payasos tristes en este circo derruido donde hasta los helados saben a derrota inflacionaria.
A este festival de fracasos se suman los bloqueos en inmediaciones del TDE, un campo minado que estoy obligado a atravesar a diario: piedras, troncos, vidrios y una muchedumbre armada con pirotecnia y pancartas que exigen la habilitación de Evo.
Completan el cuadro un par de cholitas amarradas a un árbol, una acción que más parece un performance pachamamista que un acto de protesta. Si Arce es holograma, Evo es menhir de Stonehenge: rústico, antiguo, pesado, plantado en posición inamovible, antidemocrática y contradictoria.
El mismo que viajaba a Cuba para recibir ordenes de los Castro y a Venezuela para que Chávez, entre palmadas condescendientes, lo llamara “mi indio” o “jefe indio del sur”, ahora acusa a sus rivales de venderse en Harvard.
Se suma también la gran sombra de desamparo que nos aplasta a los ciudadanos. Un país donde un diputado emula a Pablo Escobar y amenaza al general de la policía –“nosotros sabemos dónde vive su familia”–, no es, por supuesto, un país seguro para nadie.
Vivir en Bolivia –sin artefactos, sin electrodomésticos, sin abuelas, sin dólares, sin seguridad y con colas interminables– es como afeitarse con navaja: un acto de fe en medio de las bombas. Pero ya están cerca las elecciones, pienso, con un poquito de esperanza, tras recordar aquella frase de Groucho y Mafalda que se ajusta muy bien a mi humor actual: paren el mundo que me quiero bajar.
El autor es arquitecto en Atelier Puro Humo
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE