Naranjas y cannoli
Un hombre consternado, víctima de un sistema judicial que se burla de los menos privilegiados, le pide a un capo de la mafia que haga justicia contra los agresores de su hija. Así comienza The Godfather (El Padrino), filme que el escritor Mark Cousins definió de maravillosa manera: “Una historia de gánsteres rodada como una pintura de Rembrandt”.
Realizado en un contexto azotado por una vigorosa ola de jóvenes cineastas que, influenciados por el Cinema Verité, sacaron las cámaras de los estudios y salieron a las calles para mostrar una perspectiva violenta y cínica de Estados Unidos, El Padrino no es una prototípica y predecible historia de mafiosos concebida dentro del marco del Código Hays, sino un relato vibrante sobre los límites difusos entre el bien y el mal, sobre la fuerza de la familia y sobre cómo las emociones primarias se imponen incluso en un submundo criminal donde los desacuerdos se resuelven con pistoletazos con silenciador o con sonoras ráfagas de metralleta.
En esa época, Hollywood estaba vivo, era una potente olla a presión que contenía discusiones apasionadas entre productores y artistas frecuentemente envueltos en una tensión productiva que nos dio películas extraordinarias. En el caso de El Padrino, Coppola tuvo que librar duras batallas: convencer a Paramount de respetar la historia de Puzo y ambientar la película en el NY de la posguerra y no en Kansas City de los años 70; luchar por contratar a Al Pacino, que era entonces un desconocido actor de teatro en quien la productora no confiaba para interpretar a un personaje tan importante, como también contratar al indomable, díscolo, aunque inigualable Marlon Brando, enemistado con todos los estudios cinematográficos; y, además, enfrentarse en cada toma con Gordon Wills, el brillante director de fotografía, que finalmente se impuso con una hermosa estética de marcadas luces y sombras que resaltan la dualidad de los personajes y contrastan la alegría de las reuniones familiares con el peligro de la actividad criminal.
Había entonces un proceso creativo que ambicionaba la inmortalidad, un deseo extinto en el Hollywood actual donde las películas sólo buscan satisfacer al mercado masivo —flojo, adormecido y elemental—, y son probadas con audiencias en proyecciones privadas y se modifican varias veces hasta que están listas para ser consumidas como hamburguesas. Estamos saturados de películas de superhéroes —que para el maestro Scorsese no son más que parques de diversiones y que González Iñárritu señala como corresponsables del genocidio cultural—, que no buscan transmitir experiencias emocionales y psicológicas, no contienen revelación, misterio, ni siquiera un genuino riesgo, son fáciles de descifrar y tienen desenlaces ingenuos y melodramáticos, muy distantes a la extraordinaria escena final de El Padrino, donde Kay observa cómo su esposo Michael no ha cumplido con sus promesas y se ha convertido en el personaje que siempre dijo que no quería ser y se descubre sentenciada a ser la esposa de un mafioso.
El arte es constantemente marginado por las masas, que no lo consideran fundamental para comprender la vida. Además, siempre hay un orangután encaramado en el poder tratando de poner al arte y al artista en un sitio marginal, destinado exclusivamente al entretenimiento. Pero si nos despabilamos, descubriremos que el arte de calidad resiste cualquier desaire o embate troglodita. Cuando el bombardeo se detiene y retorna la normalidad, las obras siguen en pie, intactas, inmunes al paso del tiempo y a las modas efímeras. Todo lo demás se convierte en polvo. Por eso El Padrino, esa maravillosa película del honor y la familia, la vendetta cruel, las naranjas y los cannoli, es más actual que el último misil disparado contra Ucrania o la última llamada que recibimos en el celular, más novedosa que la inteligencia artificial o el Metaverso, y nos sigue removiendo el alma tras 50 años de su estreno.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE