La niña de la jardinera
Tiene entre siete y ocho años y lleva un maquillaje de payaso, diluido y desprolijo. La veo temprano por la mañana, tras dejar a mi hija en el colegio. Está parada en la jardinera de la avenida Circunvalación, con un rollo de papel higiénico en cada mano. Cuando el semáforo se pone rojo, se desplaza de puntitas, con gracia y técnica de balletista, en medio de tráileres y motocicletas de circo que llevan a tres y hasta cuatro personas (papá al volante y mamá en la retaguardia, apachurrando a dos hijos), todos con prisa y estrés, prestos a arrancar en rojo o cuando menos en amarillo. A pesar del riesgo, la niña cumple con toda su coreografía y regresa a la jardinera en luz verde, ni un segundo antes: se libra por milímetros de explotar como una almohada de plumas.
Cada vez que la veo pienso en mis hijas: estudian en establecimientos privados y sus profesoras parecen salidas de cuentos de hadas; no se transportan en bus escolar (mucho menos en el precario transporte público), yo las llevo y las recojo en detrimento de mi tiempo laboral; a media mañana comen una merienda saludable, hecha por su mamá; por la tarde, mi esposa o yo las llevamos a sus clases de ballet y las vemos, con orgullo, aprender coreografías cada vez más difíciles (pero no tan complejas como las que la niña de la jardinera realiza en veinte segundos, sobre el piso de cemento, en medio de choferes temerarios que no alientan ni aplauden como nosotros); de regreso, hacemos tareas con ellas, las bañamos, las acostamos alrededor de las ocho, les cantamos las canciones que nos piden (se impone la menor, pequeña dictadora: “primero Sleep”, ordena, “después Sometimes y al final Pollitos”). Son niñas seguras, amadas y mimadas quizás en exceso. Fueron beneficiadas por el azar: no aprobaron ningún examen ni ganaron ninguna competencia para vivir en las condiciones y en el ambiente donde se desenvuelven.
Para compensar la falta de áreas verdes en nuestro edificio, hace tres años compramos una acción en el Country Club. Por el momento ellas pasan muy poco tiempo allí porque tienen la agenda más ocupada que la del ministro de gobierno. Sin embargo, ya nos quitamos el peso de la ausencia de jardín. En contraste, la otra niña no tiene más que una jardinera de un metro y medio de ancho, con piso de tierra, escasos mechones de pasto, breves espacios de sombra y basura menuda. Y no la utiliza para jugar. Me pregunto si su papá es el sujeto de gorra que veo a veces en la misma jardinera, sentado a unos metros de ella, pelando fruta con un cuchillo mondador. Me pregunto también cómo la trata, si le impone un mínimo diario de recaudación y si la castiga cuando no lo cumple.
Esas son verdaderas preocupaciones, pienso, y recuerdo con molestia los problemas de mi entorno. La semana pasada, los padres del kínder de mi hija menor se enfrascaron en una trifulca digital sobre el logo, los colores y el modelo de la polera del curso. Dedicaron una tarde entera a escribir textos ilegibles, plagados de errores ortográficos y de sintaxis, exponiendo argumentos caprichosos. Mientras tanto, ¿con qué ropa irá al colegio (si es que asiste a alguno) la niña de la jardinera? ¿Con qué zapatos? ¿Se quitará la pintura de payasita? ¿Con crema desmaquillante, con jabón, o sólo con agua? A propósito, ¿tendrá acceso a agua potable?, ¿cada cuánto se bañará?, ¿tendrá privacidad al hacerlo?
Durante el resto del trayecto, mis pensamientos se desvían hacia el gobierno del MAS. Está claro que a la familia de esa pobre niña no le ligó ni un peso de la bonanza de los hidrocarburos. Pienso en los elefantes blancos, en el desfalco del Fondo Indígena, en las acusaciones de estupro contra Evo Morales. Pienso en el humo denso, con olor a chaqueo, que despide la filosofía del Vivir Bien. Pienso también en los opositores. “¡100 días, carajo!”, dice uno de ellos, todo bravucón. ¿Qué pasará en 100 días? ¿Esa niña ya no estará en la jardinera? ¿Ya no tendrá que bailar de puntitas sobre la avenida, vendiendo papel higiénico a los choferes, aguantando sus comentarios subidos de tono, sintiendo en las manos roces inapropiados cuando recibe una moneda o entrega el cambio? A mis 38, difícil creer en esa fantasía. Cien días, dizque. Tristemente, a esa niña sólo la podría sacar de allí un golpe del azar. Un milagro del destino, una increíble casualidad. Hasta entonces, cuando pasen por ahí, si es que en el monedero no tienen más que pelusas, al menos procuren no tocarle la bocina ni arrollarla si se retrasa un segundo en su triste coreografía de supervivencia.
El autor es arquitecto en Atelier Puro Humo
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE