La vida es la que uno recuerda...
¿Por qué Goethe escribió su autobiografía tomando en cuenta solamente su adolescencia y primera juventud y obviando su niñez y su vida de adulto y anciano? Poesía y verdad no es un recuento de su totalidad vital, sino solamente de aquella etapa que, para los psicólogos, es la que más marca una vida. Balzac opinaba también algo así: que la edad más importante, en la que el espíritu se llena de más emociones y traumas perdurables, es la de la juventud, particularmente la que va de los 22 a los 30 años. Albert Camus escribió una especie de diario (Carnets), cuyo primer volumen abarca precisamente el tiempo de esa juventud que es capital en la vida de un escritor, y esas páginas del Nobel (que relatan su matrimonio, su filiación al Partido Comunista, sus viajes por Europa, su divorcio, su debut en el teatro, la escritura de sus primeros libros, su ruptura con el comunismo) confirman aquella teoría psicológica y literaria.
Hace unos días por fin leí un libro que había estado deseando leer desde hacía mucho tiempo: las memorias de Gabriel García Márquez, publicadas hace más de dos décadas (en 2002) y que llevan el título de Vivir para contarla. Como Goethe en Poesía y verdad, en Vivir para contarla Gabo narra sólo su adolescencia y su juventud, etapas en las que halló prácticamente todo el material (relatos populares, leyendas y personas que conoció) que más lo marcó y que luego trasladaría, muchas veces inconscientemente, a su obra de ficción…; aquel magma que al principio puede parecer inútil por ser baladí o tormentoso, pero que luego se convierte en la materia prima para el creador. El libro comienza cuando Luisa Santiaga Márquez Iguarán, su madre, va a buscar a su primogénito para que la acompañe a vender la casa de Aracataca, viaje que termina despertando fantasmas y viejos recuerdos en el futuro novelista; y concluye cuando el errante periodista de El Espectador emprende otro viaje, esta vez a Europa, para cubrir un evento diplomático y escribe en el avión una carta a Mercedes Barcha para proponerle matrimonio.
El libro está escrito en forma de memorias más que de autobiografía. La diferencia entre estos dos géneros está en que, mientras que esta es un relato enfocado en el yo y su eje es una relación desde la perspectiva del desarrollo personal, aquellas son más que nada cuadros del entorno próximo, retratos de las personas que se movieron frente a los ojos del protagonista, situaciones que se configuraron externamente, ajenas al yo íntimo, pero que repercutieron en la psicología y la concepción del mundo del actor principal.
La parte más mágica y fantástica del libro es la primera, pues está llena de recuerdos borrosos y, por tanto, mistificados, tal vez idealizados, no sólo por la fantasía del propio narrador, sino por las supersticiones y leyendas que le refirió su abuela Tranquilina y por los relatos de su abuelo, Nicolás Márquez, sobre el duelo con Medardo Pacheco y la guerra de los Mil Días. La historia de amor de El amor en los tiempos del cólera, la muerte misteriosa que inspiró Crónica de una muerte anunciada, la jubilación del abuelo que nunca llegó y que fue la semilla de El coronel no tiene quien le escriba, los recuerdos de Aracataca que insuflaron La hojarasca y Cien años de soledad, los paquines de La mala hora, toda esa simiente artística fermentó en el espíritu del periodista durante esos años juveniles y errantes llenos de dudas, observaciones y primeros ensayos literarios… Entonces la teoría de que las semillas borrascosas que luego estimulan la creatividad se ceban en la adolescencia y la juventud, queda una vez más verificada en esta existencia.
Como me sucedió al leer El pez en el agua, los momentos en que Gabo refiere las situaciones políticas de su país me resultaron los menos interesantes, a diferencia de los que narran su vida misma y sus primeros intentos periodísticos, literarios y amorosos, pues me supieron más ricos y tensos. Lo bueno es que, como el que escribe esas memorias domina técnicas y recursos literarios, la tensión de los párrafos no se pierde; en estos hay saltos, analepsis, digresiones, que hacen que la prosa mantenga en vilo al lector, para que no pueda resistirse a seguir leyendo el siguiente párrafo, y el siguiente… En efecto, los largos capítulos del libro, como los de algunos sus otros libros, hacen brincos violentos, tanto espaciales como temporales, para que la tensión narrativa no se diluya. De todas formas, el tenor de toda la historia es el de un joven tímido e inseguro que no sabe bien hacia dónde direccionar definitivamente su oficio de escritor, con estrecheces económicas en la casa llena de hermanos, que fuma hasta dos cajetillas de cigarros al día, que devora y disecciona las técnicas de Faulkner y que da un salto al vacío cuando, desde un avión, le propone boda a Mercedes.
Vivir para contarla dice a los narradores que hay que sufrir la vida, que hay que vivirla, para narrar bien. Pero también que no está mal idealizarla, para cubrir sus insuficiencias y huecos… Tal vez para darnos cuenta de que la vida, como dice el mismo Gabo en el epígrafe del libro, no es realmente la que uno vivió, sino la que uno recuerda para contarla a los demás, y el recuerdo siempre está salpicado de algo de poesía, pero no por eso es menos verdadero. De hecho, me atrevería a decir que solamente así se vuelve más real, pues la memoria mezclada con deseo incorpora las ilusiones y los anhelos no vividos, los sueños secretos, es decir, el corazón palpitante del protagonista, el cual hace que la narración gane en profundidad, y por mucho, a la crónica objetiva de los hechos.
Una habitación propia
Virginia Woolf
Escritora
Las relaciones entre las mujeres, me dije, evocando rápidamente la espléndida galería de personajes literarios femeninos, son demasiado simples. Es demasiado lo que se deja fuera, lo que no se dice. Y traté de recordar algún caso en el que se presentara a dos mujeres como amigas. Se intenta en Diana of the Crossways. Y hay confidentes, por descontado, en Racine y en las tragedias griegas. De vez en cuando son madres e hijas. Pero todos los libros, casi sin excepción, presentan a la mujer desde el punto de vista de su relación con los hombres. Era extraño pensar que los grandes personajes literarios femeninos, hasta los tiempos de Jane Austen, no sólo se mostraban a través de los ojos de los hombres sino en relación con ellos. Y eso constituye una parte muy pequeña de la vida de la mujer; y qué poco sabe un hombre incluso de esa pequeña parte, puesto que la observa a través de los cristales negros o rosados de la condición sexual. De ahí, tal vez, esa naturaleza tan peculiar de las mujeres en la literatura; los sorprendentes extremos de belleza o fealdad; la alternancia entre una bondad celestial o una depravación diabólica.